¿Cuándo fue la primera vez que entré al mar? Que nadé hacia lo profundo, sola, que me alejé de la orilla, que me dejé llevar por la corriente donde no hacía pie y mi cuerpo no era otra cosa que un punto ínfimo en medio del agua. ¿Cuándo fue la primera vez que me hundí bajo una ola, que se me llenó la garganta de sal y tuve miedo de morir ahogada?
¿Cuál fue la primera vez que escribí? ¿Cuál habrá sido la urgencia de esa primera palabra? ¿Era suave y tierna como un gusano recién nacido o tenía la violencia del ser humano que llega al mundo sin querer? ¿De qué arrecife mental se habrá escapado, de qué me habrá salvado?
Tengo 17 años y estoy nadando más allá de la rompiente. Los otros están afuera, puedo verlos aunque no distingo sus caras. No tengo claro qué haré en el futuro y tampoco importa. Dormimos en un cuarto de techo de paja que da al mar. De la puerta cuelgan caracoles pintados con témperas y las sábanas huelen a una deliciosa mezcla de sahumerio y repelente de insectos. Comemos paltas y pescado frito con limón a la mañana, nos emborrachamos todas las noches y nos vamos a la cama chupando una lata de leche condensada. Me acabo de enamorar de alguien que conoce las islas de la zona y abre botellas con la boca. Cogemos en el agua y sobre las piedras. Miramos fascinados el andar mecánico de los cangrejos azules. Bailamos descalzos, casi desnudos, en una playa alumbrada por velas. No me da miedo la muerte. No pienso en enfermedades ni en tragedias. Nadie depende de mí, ni siquiera yo misma. Soy un mamífero habitando el planeta Tierra. Un animal que respira y se mueve de un lado para el otro. No tengo nada que escribir. Podría ser un pez, un pájaro o una de esas larvas que se esconden en las calles de barro. Podría ser la rama de un árbol que se mueve con el viento, o el viento mismo. Da igual: no soy una persona. No pienso, no planifico, no recuerdo. Vivo. No escribo.
Es el mejor verano de mi vida. Pero entonces, la intuición —como un manto de petróleo que cae del cielo— me dice al oído: esto no va a durar. Guardálo, buscá la forma. Guardálo bien, porque no va a volver. Porque es ahora y nunca más.
La epifanía es una belleza que duele. Me tiemblan las manos y nado rápido hacia la orilla. Corro. Atravieso los pareos, los niños y las latas de cerveza hasta llegar al cuarto. Entonces sucede: abandono el mar, el sabor a sal en los labios y la vibración de mi cuerpo. Y me encierro a escribir.
Como no tengo cuadernos, agarro una servilleta. No escribo demasiado, unas palabras nada más, pero las suficientes para que se instale en mí la maldición, esa maldición que salva, como dice Clarice Lispector.
Mar. Morros. Azul. Nadar.
A partir de ese momento, no puedo vivir sin escribir. Empiezo a vivir para escribir. Ser una me parece demasiado poco, necesito multiplicarme. Deseo de manera exagerada. Escribo y tiro y me siento orgullosa y al rato me avergüenzo. Tenés que saber más, tenés que vivir más, repite la voz, la misma que me sacó del agua esa tarde. Te tiene que doler.
¿Me tiene que doler? ¿De qué materia está hecha la escritura? No me salen las palabras cuando estoy inmersa en el dolor. No, no me tiene que doler. No creo en la imagen romántica del artista que sufre y padece insomnio, que vive solo y a oscuras en una buhardilla. Y, sin embargo…
Tengo 19 años y me estoy separando del novio tostado que conoce las islas. Ya no me sorprende que abra botellas con la boca. Dejaron de fascinarnos las mismas cosas. No lo extraño cuando duerme lejos y me sé de memoria sus chistes. Odio que quiera tener plata, que esconda un cementerio de botellas de vino bajo su cama y que trate a todas las mujeres como si fueran bombones rellenos de licor. Detesto, también, su manera de caminar dando saltitos.
Mis amigos están adentro del bar, yo estoy afuera, sola. Fumo y tomo cerveza sentada sobre el cordón de una calle de San Telmo. Hace frío y todavía no tengo la costumbre de abrigarme. Me hago agujeros en las mangas de los buzos para pasar los dedos. Es el peor invierno de mi vida. No sé qué haré en el futuro y la incertidumbre me desespera. Tengo miedo de la muerte. Pienso en enfermedades y en tragedias. Trabajo de camarera y mi existencia—ahora sí— depende de mí. Escribo todo el tiempo cosas que detesto. Prendo otro cigarrillo mientras siento las garras de un cangrejo en la garganta. Y entonces la intuición: hundite.
Empiezo a leer a Pizarnik y me deleita su oscuridad. Leo también a Emily Dickinson y anoto frases de Paul Auster sobre el peso del azar en nuestras vidas. Quiero perder el poder sobre mí, no llegar a tenerlo. Estudio filosofía, artes visuales, teatro. Adoro a la Escuela de Frankfurt, a los poetas malditos y a los dadaístas. Sueño —tan estereotipada— con ir a París y perderme por los callejones como Baudelaire. La voz regresa a cada rato y susurra: tenés que ir hacia lo oscuro. Escribir con luz no alcanza.
Tengo 19 años y me tomo las cosas de manera literal: empiezo a trabajar de noche. Vivo al revés: me acuesto a las nueve de la mañana, me levanto a la una. Las actividades del día son un trámite. Lo verdadero sucede cuando cae el sol. Me dejo arrastrar por una corriente de sufrimientos y peligros innecesarios, convencida –oh, inocente de mí– de que así voy a alcanzar la oscuridad que anhelo y necesito para escribir mejor. Creyendo que lo oscuro es ver a un amigo con sobredosis de sedante para caballo, coger en el baño de un sótano con la puerta abierta, cambiar las vendas de la amante suicida de mi novio. Pensando que lo oscuro es eso y no la luz incandescente de una sala de partos; el viaje en taxi un domingo de sol, al mediodía, volviendo a la casa de mi madre con un hijo y un bolso sobre las piernas; o un beso amargo y silencioso —sin lengua, en la cocina— como símbolo del fin.
Tengo 19 años y sé que quiero ser escritora, lo sé con las entrañas, aunque no tengo la menor idea de qué significa eso ni cuál es el camino, si es que hay alguno. ¿Cómo se hace? ¿Se decide? Mientras me ahogo en dudas y siento el fracaso como un león que me araña la nuca, escribo cuentos, notas y frases sueltas en cualquier parte con la misma desesperación con la que descifraba los carteles de la ruta cuando, de chica, viajaba hacia el campo con mi padre y estaba aprendiendo a leer.
Paso los días y las noches alternando la música electrónica con el tango. Escucho Los Chemical Brothers y Goyeneche. ¿Primero hay que saber sufrir? ¿Después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento? Hay que esperar, acechar a la presa, estar atenta hasta que algo aparezca, me digo. Pero no tengo paciencia. Quiero todo y lo quiero ya. Me siento inútil y cambio de trabajo a cada rato. Fracaso como niñera después de cuidar a una nena y terminar llorando las dos juntas abrazadas al perro, rogando que llegue la madre. Fracaso como lavacopas porque me tomo las sobras de todos los tragos, se me rompen los vasos y me corto las manos. Fracaso en el call center porque me da culpa venderles tiempos compartidos en el Caribe a viejitas jubiladas. Fracaso como camarera porque no sonrío lo suficiente. Fracaso como vendedora de ensaladas de fruta porque me como las frutillas y las bananas mientras preparo los potes, fracaso como artesana porque cada aro y cada caja pintada a mano me lleva mil horas de trabajo y el resultado siempre es un engendro desprolijo que nadie quiere. Fracaso, también, en la oficina de Avenida Libertador porque odio levantarme temprano y no sirvo para andar en tacos, y fracaso en el hostel porque me instalo a vivir ahí y me gasto todo lo que gano en alcohol y comida hecha.
Fracaso en carreras, amores y trabajos, pero no alcanza. Todavía no sé nada. ¿De qué está hecha la lengua? ¿Es necesario vivir para escribir con profundidad? ¿Hace falta distancia o es preferible aprovechar el pálpito de la carne que todavía late? ¿Se puede escribir sin tener nada para decir? ¿Qué más tiene que pasar? ¿Qué tengo que hacer? ¿El tiempo madura las cosas? ¿O en realidad se trata de una forma de mirar?
Tengo 20 años y llego a mi casa a las diez de la mañana, con la boca adormecida, las medias rotas y un miedo que no me deja respirar: me voy a volver loca. Mi madre desayuna pan con manteca en la cocina, está con un novio español que acaba de aterrizar. Saludo rápido para que no sospechen, subo las escaleras como puedo —mi cuarto está en la terraza— y me acuesto. Pero no logro dormir. Tengo una certeza que me hace transpirar las manos: si me quedo dormida, me muero. Tampoco puedo moverme, mi cuerpo no me pertenece. Estoy en posición fetal, petrificada, mirando el sol que entra por los agujeritos de la persiana. Los miro fijo para no pensar. Tranquila, me digo, ya va a pasar. Pero no pasa. Cada vez es peor. Cierro los ojos y veo sangre. Los abro y las lucecitas bailan.
Pasa el tiempo y el miedo persiste. Me escapo. No soporto las noches, no puedo dormir sola. Cuando baja el sol me visto rápido y salgo, no importa si es lunes, sábado o domingo. No importa adónde. Necesito irme de mí. Tomar un trago, abrazar a alguien, coger. Pero no con cualquiera, necesito verlo a él, a ese Sansón de pelo largo que tiene otras novias y nunca se acuesta antes de las seis de la mañana. El único ser vivo capaz de darme algo parecido al alivio. A él que me rechaza y después me deja tirada al borde del asfalto. Su desprecio es un desafío. Me vuelvo masoquista. Quiero devorarlo, que me pertenezca. No le pido que las deje, le ruego que no lo haga conmigo. Soy capaz de aguantar cualquier cosa. No me quiero ni un poco. Bajo de peso, odio a mi padre y me abro un blog. Sin paraguas. ¿Por qué Sin-paraguas?, me preguntan. Porque no quiero protegerme de nada. Que la tormenta me pase por encima.
El blog se transforma en mi sostén. Lo único que me parece real. Me vuelvo adicta a las palabras. Escribo de cualquier cosa y a cualquier hora. Escribo sobre olas que me sumergen en un mar sin fondo y sobre la última obra de teatro que vi. Escribo sobre el esmalte color rosa chicle de una vieja que veo en el subte, sobre un perro de cara chata que me habla, sobre terremotos, sexo, sueños y domingos desesperados en los que quisiera arrancarme la piel. Pero tampoco alcanza. Escribo para huir del miedo y el miedo no para de crecer. Es una enredadera que se apropia de mis ideas y me contrae los músculos del estómago. Sin darme cuenta, logro mi objetivo: pierdo el control.
Siento pánico. Subo a la terraza y llamo por teléfono a una amiga. Le digo que me siento rara. Que yo no soy yo, que creo que me estoy volviendo loca. Mi amiga me dice que me quede tranquila, que me pegue un baño y que seguro mañana voy a estar mejor. Mi madre se fue de vacaciones. Abajo está mi papá mirando dibujitos con mi hermano. Bajo las escaleras temblando. Mi cabeza es un laberinto que traiciona al cuerpo. Me siento mal, le digo sin mirarlo a los ojos. Él se da cuenta de lo que pasa. Vamos, dice. Es de noche y caminamos sin parar, cada vez más rápido, lejos de la casa y de todo lo que conozco. Avanzamos en silencio. Miro los árboles negros, las estrellas, las veredas rotas. El paisaje se vuelve extraño. Llegamos a un barrio verde de casas bajas. De a poco, el aire se vuelve respirable. Entonces paramos en un bar al costado de las vías del tren y pedimos una coca cola. Ya está, dice, y siento que por primera vez en la vida me entiende. La complicidad nace y muere en ese instante. Al rato, volvemos a ser dos extraños. No volvemos a mencionar el episodio.
Tengo 21 años y el tiempo es eterno. Los 22 no llegan nunca. Empiezo terapia. Leo Alicia en el país de las maravillas todos los días una y otra vez, de manera obsesiva, como si fuera una biblia. La psicóloga me propone hablar del libro. Sí, yo también siento que caigo en un pozo oscuro. Me ahogo en mares de llanto, me vuelvo miniatura y al rato soy tan grande que los bordes de mi cuerpo me asfixian. Sí, todo me parece absurdo. No le encuentro un sentido lógico a las cosas y no sé por dónde ir. ¿Cuánto tiempo es para siempre?, le pregunto.
Pienso en tatuarme el conejo blanco en la pierna. Busco diseños, averiguo precios, desisto. No quiero que duela.
Tengo, al fin, 22 años. Ya pasó lo peor. Me subo a un avión y viajo a Israel. Escribo un diario todas las noches. Un cuaderno negro de tapa dura que cuido más que a mi pasaporte. Lleno los huecos del Muro de los Lamentos con deseos que no recuerdo. Me siento más judía que nunca. Fantaseo con irme a estudiar a Tel Aviv, vivir frente al Mediterráneo, que mi dieta sea a base de falafel. Duermo en el desierto y me acuerdo de mi abuela Isabel. De su silencio y su cara redondita. Cinco hijos, diez —¿o eran once?— nietos. La noche brilla sobre mi bolsa de dormir y me pregunto qué es la muerte. Pienso que me gustaría ser madre. Cuando vuelva, voy a dejar de trabajar a la noche.
Vuelvo. No dejo de trabajar a la noche. En vez de eso, me voy a vivir con un tipo de pelo largo que vende drogas. Me baño con miedo a que caiga la policía y nos lleve a todos presos. Siento claustrofobia. Nos mudamos una, dos, tres veces. Tengo insomnio. En una de esas madrugadas descubro que me gusta una chica que está del otro lado del océano. ¿Me gustan las mujeres? Leo al Marqués de Sade y a Simone de Beauvoir, improviso relatos eróticos que le mando por mail. Al tiempo me entero que está embarazada y dejo de escribirle. Recuerdo mi deseo de tener un hijo. Me anoto en la carrera de periodismo porque quiero vivir de escribir y no sé por dónde empezar. Abandono las clases de teatro, me cambio de antropología a filosofía y de filosofía a letras. Asisto a talleres de pintura, de tela aérea y de pilates. Leo Marx en los tiempos muertos de los boliches en los que trabajo. Dejo todo. Sigo escribiendo. Visito a mi tía y entre lágrimas le digo que tengo miedo de no llegar a escribir nunca nada que valga la pena. No conozco a un solo escritor. ¿Dónde están, qué hacen? Soy un fracaso de persona, le digo sorbiéndome los mocos.
Es mi cumpleaños número 24 y ya no sufro tanto. No sé exactamente qué haré con mi vida pero al menos tengo una certeza: quiero un gato. Deambulo por veterinarias y terrenos baldíos, hasta que lo encuentro. Es ella. Una gata negra de cuerpo fibroso y pelo brillante. Me veo en el fondo de sus pupilas. Le pongo nombre a un ser vivo por primera vez: Greta. Escribo, duermo y como con ella encima. Me vuelvo fanática de los felinos. Me compro medias de gatitos y le saco fotos desde todos los ángulos posibles. Descubro que no quiero ser más camarera ni bartender. Empiezo a detestar la noche: el círculo vicioso de la resaca, la falsedad, las ojeras permanentes. Consigo un trabajo diurno de doce horas, ahora soy guía en Tecnópolis. Me pongo una remera blanca con la bandera argentina y llevo grupos de chicos a visitar muestras de dinosaurios y a tomar helados de palito bajo los árboles. Me pagan bien, camino mucho, estoy al sol. Me siento sana. Logro terminar un cuento que no me parece desastroso. Pero la dicha no dura demasiado: me falta espíritu de grupo, no me sé ningún cantito, no tengo suficiente autoridad. Me quedo sin trabajo. Escribo sobre los chicos, las muestras de dinosaurios y los helados de palito bajo los árboles. Adopto otro gato. Me separo.
Y entonces, comienza mi vida. La de verdad. ¿La de verdad? ¿Y todo lo demás qué fue? ¿Voy a desprenderme de lo que me hizo fuerte? Sí, voy a hacerlo. Borro de mi mente los años pasados. No vuelvo a hablar con nadie de esa época. Sepulto la oscuridad, que se haga la luz. Hago taller de crónica y de narrativa, conozco a mis maestras. Escribo. Escribo. Escribo. Empiezo a creer que tal vez, si la suerte me acompaña, pueda dedicarme a esto. Me enamoro. Tengo por primera vez un novio que no me da vergüenza. Un novio del que puedo aprender, con quien puedo compartir. Que no es borracho, ni drogadicto ni mujeriego, ni demasiado chico ni demasiado grande. Que tiene una hija. Me reconcilio con mi padre. Me peleo con mi madre, me amigo con mi madre. Me mudo tres veces. Empiezo a quererme. Viajo a Colombia y escribo una crónica sobre el fin del mundo. Pienso que es increíble pero no le interesa a nadie. Queda sepultada en mi computadora. Trato de sobrevivir redactando notas sobre los mejores tips para tener una cita ideal, la moda de los bulldogs y cómo hacer una huerta en el balcón. La plata no me alcanza. Cuido a un chico de ocho años fanático del fútbol, me da una patada y me lesiona la tibia. Camino renga durante varias semanas. Decido probar con la fotografía. Tampoco funciona: no tengo buena memoria y no logro acordarme para qué sirve el ISO ni para qué lado se abre o se cierra el diafragma. Releo a John Fante y me divierto con las frustraciones y los delirios de grandeza de su alter ego Arturo Bandini, el autor de «El perrito que reía». Me siento menos sola.
Vuelvo a desear un hijo. Es un deseo desbordado y urgente. Quiero parir. Tantas son las ganas que me embarazo por accidente. Lo pierdo. Me deprimo. Mi madre me trae la comida a la cama, me entrego a su abrazo y a las flores de Bach que ella misma me prepara. Me transformo en una niña. Viajamos juntas al sur a ver las ballenas. Ella también está deprimida. La pasamos pésimo. En todas las fotos las sonrisas están torcidas, los labios apretados. Regresamos con imanes de orcas y un peluche de lobo marino. Sigo escribiendo. Me pregunto si en realidad no estoy haciendo todo al revés: si en vez de buscar hacia delante, debería mirar para atrás. Me pregunto si será cierto que, como dice Flannery O’Connor, «cualquiera que haya sobrevivido a la infancia tiene información sobre la vida para el resto de sus días». ¿Todo está en esa nena que fui? Vuelvo al campo. Junto moras y me mancho las manos de violeta. Miro las cosas con lupa. Empiezo a tener plantas en mi departamento: germino porotos, consigo un jazmín del paraíso y un pequeño ceibo, cuelgo helechos de las ventanas y armo un rincón de suculentas. Escribo sobre las hormigas.
Mi papá se enferma. Hago un cuento por semana. Los temas se repiten: el hijo, el padre, la muerte, el olor a hospital, los coágulos de sangre en la bombacha, las naves espaciales. Mi padre sale vivo de la operación. Yo también me curo. Escucho a Bowie y sueño con ballenas.
Tengo casi 27 años y estoy en la sala de partos. No me da miedo la muerte. No pienso en enfermedades ni en tragedias. No tengo nada que escribir. Soy un mamífero habitando el planeta Tierra. Un animal que respira, gime y puja para que la criatura salga del cuerpo. Siento las contracciones como oleadas que me llevan a otra dimensión. De pronto, el hijo nace. Estalla el universo en mil partículas de leche, sangre y palabras. Doy la teta sin parar y escribo como una poseída. En la computadora, en un papel, en mi cabeza. Armo frases y oraciones todo el tiempo y donde sea. Pienso en forma de haiku. No duermo, no hablo, no tengo sexo. Floto en una habitación que huele a recién nacido. Tengo un cansancio sobrenatural. Asomo la cabeza por la baranda del balcón. Siento vértigo. Me da miedo la muerte. Pienso en enfermedades y en tragedias. Controlo a cada rato que el bebé respire. Siento su fiebre en mi cuerpo. Alguien más depende de mí y no puedo creer que sea tan bello. Atravieso el Big Bang con una fascinación desconocida. Descubro el significado de la palabra dios. Vivo en estado de gracia. Escribo a mitad de la noche mientras siento la vibración de la leche queriendo salir de mis pezones. Escribo contra el tiempo. Contra los lugares comunes. Contra mí misma.
Mi hijo cumple un año y termino mi primera novela. Tardo en encontrar el título, hasta que aparece: Adentro tampoco hay luz. Me preguntan cómo hice, con un bebé tan chiquito y encima trabajando de manera precarizada. Cómo fue que tuve tiempo, cómo logré concentrarme, cómo me siento ahora que soy escritora, qué proyectos tengo para mi carrera, cómo fue el antes y cómo será el después. Levanto los hombros, improviso respuestas estúpidas para llenar el vacío. ¿Cómo explico que no podría haber sido de otra manera, que no tengo objetivos claros, que sigo siendo la misma desesperada que escribe para encontrar un poco de silencio?
Ahora tengo 30 años. Hace seis meses que me separé del padre de mi hijo. Se terminó la familia y con ella el pantano de reclamos que teníamos para darnos. En este tiempo se abrió una ventana que yo misma -no sé bien por qué- había cerrado. Pude reencontrarme con la oscuridad agazapada al fondo de mi cuerpo. Volví a mi barrio de la infancia y estoy por firmar el contrato para publicar una segunda novela. Mejor no hablar de amor, se llama. Volví a ver El camino de los sueños, la película que tanto me gustaba cuando era adolescente. Y pienso que algo de eso que dice David Lynch es cierto, que la oscuridad es la comprensión del mundo, que debajo de la superficie está lo auténtico. Que es necesario escribir con la impunidad del sobreviviente. Con menos miedo y, también, con menos expectativas.