Una tarde de agosto de 2018 Luis Alberto Valor, alias el Gordo Valor, el ex líder de la mítica superbanda que robaba bancos y blindados en los años noventa, me llamó para invitarme a pescar al Tigre, donde su hermano tiene una cabaña. Hacía quince años que nos conocíamos ―lo había entrevistado unas diez veces, la mayoría en la cárcel― pero esta vez era distinto: el Gordo no quería hablar de sus proezas. Había quedado en libertad y estaba pasando por un momento de melancolía.
―Seguro que extraña robar ―me había dicho su mujer en esos días.
Fue en ese contexto que Valor me llamó, pero el punto no es ese, sino que no pude ir. Yo estaba pasando por una laringitis mal curada que me tenía en cama desde hacía más de una semana, y que por las noches arremetía con fiebre, frío, sudor y sueños delirantes.
Preocupado por mi salud, Valor me propuso entonces, por teléfono, visitar a su bruja.
—Ella te cura ―dijo.
Y aunque en principio respondí que no, durante un tiempo me quedé pensando.
Desde hacía varios años que Valor me venía hablando de su vidente. Una de las últimas veces había sido un mes atrás, el 5 de julio de 2018, cuando salió de la cárcel de Urdampilleta, a 340 kilómetros de Buenos Aires, luego de haber pasado 33 años preso por el robo de veinticuatro bancos y diecinueve blindados. Ese día Valor me dijo «quiero retirarme del delito», pero aclaró que había una sola costumbre de esos tiempos que no pensaba abandonar: los consejos de su bruja.
―En los peores momentos ella me salvó ―contó.
Estábamos en una pizzería de Once junto a Nancy Collazo, su esposa. Los televisores del lugar ―lleno― mostraban cada tanto la placa «Liberan al Gordo Valor», pero nadie lo reconocía porque Valor tenía lentes de sol y una boina.
Mientras comía una porción de fugazzeta con una gaseosa, Valor me seguía hablando de su vidente y recordó un episodio en especial. Fue una tarde de 1987, cuando debió enfrentarse a un improvisado pelotón de fusilamiento formado por policías bonaerenses. Estaba rodeado, pero en vez de rendirse se aferró a su metralleta y se ocultó detrás de un auto con un ademán que parecía salido de una película de gángsters. Lo que siguió fue una balacera salvaje que terminó con un proyectil atravesándole el brazo. Valor no lo sintió. Solo percibía, como un viento repentino, los balazos que lo rozaban o le pasaban cerca. Estaba al borde de la muerte, pero se sentía más vivo que nunca. Tanto que él suele comparar ese episodio de su vida criminal con su escena preferida de Scarface: esa en la que Tony Montana se hunde hasta el cuello en una montaña de cocaína y enfrenta a sus verdugos con un M16 lanzagranadas y una ferocidad que crece alimentada por la violencia ajena. Los tiros que recibe no lo matan: parecen revivirlo.
Ese día, Valor disparó hasta quedarse sin balas y se zambulló dentro de su auto. Pero aun rendido le seguían tirando. Hasta que finalmente llegó el silencio. Valor se asomó y los policías lo detuvieron. Después llegaron los peritos balísticos: contaron más de 200 impactos de proyectiles.
—Ese día sobreviví de milagro. La brujita me desvió las balas ―dijo Valor mientras masticaba.
En la mesa se hizo un silencio que interrumpí con una pregunta obvia:
—¿Vas a volver a robar?
—Ni loco.
—¿Por qué debería creerte?
—Esta vez va en serio: me retiré del choreo y a la cárcel no pienso volver. No voy a robar más. No tengo ganas ni edad. Quiero disfrutar de mi familia. Además hoy es imposible robar un banco o un blindado por la tecnología que hay. Te filman todo el tiempo. Desde que salís de tu casa.
Valor hizo una pausa. La cara se le puso opaca.
—Pero estoy preocupado —siguió—. Yo conozco una sola manera de hacer plata. Ahora me va a costar llenar la olla. Cuesta dejar de mirar como ladrón. Algo me sigue picando, no sé cómo es estar quieto o no tener un peso.
En su época de apogeo criminal, cuando en su casa había escondites con gruesos fajos de billetes de cien dólares, el Gordo Valor soñaba con abrir una cadena de bares que llevara su nombre. Lo animaba saber que, en varios países, los restaurantes llamados Al Capone o Lucky Luciano —en referencia a los reyes de la mafia en los Estados Unidos de los años veinte— se habían convertido en la atracción de comensales y curiosos. Así que registró su marca. Por entonces, además, tenía un representante que planeaba vender muñequitos suyos y remeras con su imagen. El Gordo se imaginaba transformado en su propio personaje, vestido con traje negro, sentado a la mesa del fondo de su propio local, con un vaso de Martini en la mano y rodeado de retratos de Maradona, Marlon Brando en El Padrino y el Pibe Cabeza, un bandido legendario acribillado por la policía el 9 de febrero de 1937.
Pero después cayó preso y los sueños cambiaron. O al menos se hicieron más complejos. Valor, por lo pronto, escribió sus memorias. El libro, titulado Mi vida y firmado por él, lleva el prólogo de Andrés Calamaro y habla de su infancia, sus comienzos en el delito, sus robos más grandes, su caídas, sus insólitos saberes (Valor sabe cuánto pesa un millón de dólares: 11 kilos, 400 gramos) y sus impensables rutinas. Antes de salir a robar, por ejemplo, saludaba con un beso a sus hijos y se iba cargado con bolsos para volver una o dos semanas después, cansado y con barba, como un marino que regresa de los días intensos en altamar.
Su hija también recuerda, en el libro, algunos otros detalles: que se bajaba del camión con bolsas llenas de mercadería que repartía entre los vecinos (paquetes de polenta, latas de atún y de arvejas). Que sus hijos le decían Papá Noel porque les regalaba billetes de cincuenta dólares para que se compraran juguetes. Y que ninguno sabía cuál era el oficio de su padre. Creían que era camionero o viajante.
Valor nunca contaba que iba a robar, aunque daba indicios que hacían pensar en el delito. En esa época le gustaban las joyas y la platería. Tenía anillos de oro y brillantes, artesanías lujosas y un Cristo de madera en una plataforma engarzada en oro. El mito dice, además, que solía cerrar burdeles para él y sus amigos, que salió con un par de artistas famosas y que compró casinos y hoteles cinco estrellas en varias provincias y los puso a nombre de un testaferro. Pero él desmiente todo. «La fama es puro cuento», suele decir Valor.
—Robábamos cinco blindados por mes —me contó en uno de nuestros encuentros en la cárcel—. La superbanda respetaba los códigos de la calle y la vida de la gente. No mataba, no violaba, no secuestraba. No le afanábamos a un pobre. Robamos mucho dinero: teníamos para vivir en un cinco estrellas, pero lo hacíamos en un fitito bajo el puente. Había que vivir oculto. Nos la pasábamos entre gitanos, ladrones y brujas. Éramos como una familia, teníamos reglas. Y la principal era no traicionarnos. Cuando uno de la banda caía preso, el resto iba a la casa de su familia a llevarle una vaquita que hacíamos entre todos.
En cualquier caso, ese día en que salió de la cárcel Valor juró que aquella vida errante había quedado atrás. Y que para saber qué le deparaba el destino, iría pronto a visitar a su vidente de cabecera.
En julio de 2018, un mes antes de que me ofreciera a su bruja, acompañé a Valor y a su esposa, Nancy, a ver a esa vidente. Atendía en San Miguel, a 44 kilómetros de Buenos Aires, en una casa chorizo de la que salía una cola de una cuadra. El Gordo se sentía raro en la espera. Los ladrones no saben esperar. No saben qué es la burocracia. Ni siquiera tienen cuenta bancaria. Muchos de ellos, en épocas violentas, ante una enfermedad o herida tampoco aguardan a ser llamados entre los pacientes de un hospital: irrumpen y se hacen atender. Pero ese día Valor aguardaba su turno sin chistar. Delante había doce personas. Entre ellas una mujer en silla de ruedas, un tuerto, una embarazada y una jubilada. Todos buscaban una forma de salvación. O saber eso que no sabe nadie, o casi nadie: lo que depara el porvenir.
La bruja, llamada María, decía conocer el futuro de cada uno de ellos.
—Acá muchos vienen a verle la cara a Dios, y algunos salen viéndole varias caras —me dijo Valor. Después hizo un silencio y retomó: —¿Te vas a atender? Mirá que siempre le hablo de vos.
No quería ser descortés, pero le dije que prefería acompañar y no entrar. Valor no lo sabía, pero mi experiencia con las brujas no había sido del todo positiva. Conocí a dos que trabajaban con ladrones y las sesiones habían sido poco reveladoras. Una de ellas le pifió en casi todo (dijo que yo tenía dos hijos aunque llevo un tatuaje de mi hija Charo en el antebrazo, a la vista de todos) y la otra me dijo que me iba a ir bien en todo lo que emprendiera.
La cosa es que Valor entró solo, con el número del turno en la mano. Con Nancy nos quedamos esperando afuera.
A los diez minutos, Valor salió.
—¿Qué te dijo, papi? —preguntó Nancy.
—Que va a salir todo bien.
—Dale, pa, contá —insistió Nancy.
—Me dijo que voy a vender muchos libros. Que ve plata limpia, nada sucio.
Unos años atrás, después de una de sus caídas, le regalé a Valor seis cuadernos Rivadavia para que empezara a escribir sobre su vida. Así empezó el proyecto del libro, que está en la calle desde septiembre de 2018. Una de sus primeras frases es una declaración de principios: «Siempre tuve ansias por robar. Fue mi tango. Mi gloria y mi perdición. El delito siempre fue mi vitamina. Y una vez que arrancás a robar, no parás más».
Pero ahora Valor parecía querer cambiar.
—¿Qué más te dijo la bruja? —siguió Nancy.
—Que de salud voy a andar bien. Le dije que me iba a hacer los dientes.
—¿Nada más?
—Y bueno —dijo Valor, como si no le quedara otra que seguir hablando—, mencionó el tema de siempre. Me dice que me aleje de la mala gente. Que no se me ocurra volver a las andanzas. Lo importante es que le agradecí por la libertad. Es dura para mí la libertad. La busqué tanto y cuando la tengo no sé qué hacer. Soy ladrón de alma. A veces volví a robar el mismo lugar pero sólo por sentir el placer de hacerlo, como un ritual, como cuando el creyente entra a misa a rezar.
Valor parecía querer desahogarse.
—¿No le habrás preguntado si podés volver a chorear, no? —quiso saber Nancy.
—La boca se te haga un lado, mujer —le respondió Valor, aunque no tan convencido—. La brujita no me va a dejar caer otra vez.
En la vida delincuencial de Valor, las brujas cumplieron un rol decisivo. Siempre estuvieron a su sombra, como si cada vez que empuñaba un arma, corría hacia un blindado o se fugaba, lo hubiera hecho para cumplir con las predicciones de las cartas o las bolas de cristal que esas mujeres tenían entre sus manos.
Cuando la tarde del 16 de septiembre de 1994 Valor protagonizó una fuga histórica del penal de Devoto —con sus cómplices Hugo «La Garza» Sosa Aguirre, Emilio Nielsen, Carlos Paulillo y Julio Pacheco— lo hizo porque una vidente le había dicho a Nancy que veía la libertad en un futuro cercano. Valor actuó en consecuencia. Él y sus secuaces bajaron por las sábanas blancas anudadas que habían colgado horas antes y huyeron a los tiros en dos autos que los esperaban en la calle. La fuga les costó una condena de siete años. Me escapé porque vi una puerta abierta. Tenía miedo de que me mataran, diría Valor tiempo después.
Pero el plan de Valor no era fugarse. La decisión fue casi espontánea: le llegó como una epifanía.
—Mi mujer fue a lo de una vidente que le tiró las cartas en Mataderos —me dijo Valor hace dos años, en la cárcel de Campana, antes de que lo trasladaran al penal de Urdampilleta—. A ella le gustan esas cosas, ahí está todo. Te cantan la justa con tu pasado, presente y futuro. La bruja le dijo bien clarito a mi mujer: «Decile a tu marido que deje de gastar plata en abogados: él se va a ir. Su libertad está escrita. Luis va a salir por la puerta grande». Nancy me lo contó tan feliz, tan entusiasmada, como si ya fuese una realidad y no algo que le dijo alguien que tira las cartas, que me emocionó. Sabés que una mujer te ama cuando se pone contenta con tus cosas. A ella le brillaban los ojitos.
Cuando su esposa se lo contó, Valor sintió un escalofrío en todo el cuerpo.
—Es impresionante cómo la brujita fue capaz de predecir lo que hasta ese momento pasaba solo por mi cabeza o en mis sueños. Y eso que era casi imposible que pasara eso. Que yo pudiera salir. Pero justo por esos días me invitaron a escaparme unos muchachos del pabellón. Y se dio.
Valor no es el único pistolero que acude a una vidente. Muchas bandas de ladrones tienen la suya. La van a ver antes y después de cada golpe. No tienen una tarifa fija, sino que el honorario depende de cada caso. Pero está el ladrón que una vez dejó diez mil dólares en una consulta (venía de robar un millón en un banco), el que solo paga con joyas y el que le ofrenda armas y whisky.
—Había brujitas que pedían fotos o la ropa que usábamos en los robos —me contó Valor durante otra visita en la cárcel de Campana—. Alguna también nos bendecía la pistola o el fusil. La brujita nos decía si olía a policía o a guita. A mí una me curó: gracias a ella dejé de fumar. A veces me escupía whisky en la parte del cuerpo que me dolía.
El Gordo también participaba de las llamadas «fiestas de videntes». Eran celebraciones paganas que solían hacerse antes o después de cometer grandes golpes. En ellas los ladrones bailaban, comían y rezaban. Pero la comunión tenía sus límites: una noche, una bruja quiso acompañarlos a un robo, pero no la dejaron. Hay códigos que no se rompen.
Y hay otros que se fortalecen, aunque a veces las historias no terminen bien. Cuando en 1994 Valor pasó 244 días prófugo, una vidente amiga le abrió su templo para que Valor pasara ahí algunas noches. Después, eso sí, lo detuvieron en ese lugar.
—Siempre que caigo las brujitas me dicen que tengo que retirarme del delito. Pero me cuesta —confesó Valor.
Valor nació ladrón y siente que sólo puede ser ladrón. Trabajó apenas dos veces en su vida, como tornero en Tigre, y el evento fue tan excepcional que su madre, Rosa, guardó hasta su muerte los dos únicos recibos de sueldo que recibió su hijo. Con ese derrotero, el único final posible era la cárcel. Lo conocí en 2006 en el penal de Campana, y después lo visité en las cárceles de Junín y Sierra Chica. Recuerdo que en un encuentro Valor miró fijo mi remera negra con la imagen de Don Corleone.
—En unos años —me dijo sonriente—, vas a tener el honor de decirles a tus nietos que te afanó el Gordo Valor.
—¿Por?
—Dame la remera.
No me resistí. A cambio me dio su ochentosa chomba rayada. Cuando me la probé, me apretó la panza. Fue decepcionante saber que por entonces yo estaba más gordo que el Gordo Valor.
—Con esta pilcha que te afané puedo intimidar a los buchones y a los traidores. Puedo aplicar mafia —bromeó.
Para ese entonces nos conocíamos bastante. Yo había leído sus epopeyas delincuenciales —sus golpes a blindados que duraban menos de cinco minutos— y también sabía de sus caídas, aunque no imaginaba ciertos aspectos de su vida dentro de la cárcel. Si afuera del penal Valor se hizo famoso por sus robos, adentro se hizo conocido como el líder de un grupo de presos que organizaba festivales infantiles. En ese sentido fui testigo de escenas impensadas: vi a Valor disfrazado de payaso, inflando globos o bailando los hits de Carlitos Balá.
Para el Día del Niño de 2011, que se celebró —como todos— un domingo, Valor me llamó dos días antes para pedir un favor:
—Necesito que me consigas un mago o un payaso. Traé algún juguete para sortear. Corto porque se me acaba la tarjeta.
Hablaba agitado, como si su pedido fuera una cuestión de vida o muerte. El reclutamiento no fue fácil: ¿cómo explicarle a un payaso o un mago que tiene que actuar para el Gordo Valor? Un mago agradeció la invitación pero puso una excusa inverosímil. Otro dijo que tenía que hacer trámites. ¿Trámites un domingo? Sólo dos valientes aceptaron el reto: dos estudiantes de actuación del IUNA.
Cuando llegamos al penal, Valor y su esposa estaban en un salón con un preso disfrazado del Sapo Pepe. Le di una muñeca, una pelota y le presenté a los artistas. Junto a ellos también había una mujer silenciosa. Luego Valor me diría que era una bruja amiga.
—Ella va a fiscalizar que todo salga bien. Ustedes, muchachos —les dijo Valor a los actores—, vayan a cambiarse. ¿Son magos?
—No —respondió uno de ellos.
—Ah… son payasos.
—Tampoco.
—¿Y qué carajo son?
—Actores.
—Ah, bien, actores. ¿Y están en la tele?
—No.
—Ah.
Al rato, los actores aparecieron con galeras, zapatos de payaso y trajes brillosos. Valor se puso una gorra brillante verde. En otros tiempos, su look era el pasamontañas.
En las paredes del patio había dibujos del Pato Donald, Dumbo y Winnie The Pooh. En el escenario había otros payasos. Eran todos presos. El que más llamó la atención fue un viejo que vestía harapos y se había pintarrajeado la cara. Parecía a una versión tercermundista de El Guasón de Heath Ledger. Cuando los animadores le preguntaron cómo se llamaba, dijo: «Payaso Hijitus». Los niños estaban felices. Pero el plato fuerte era el sorteo.
La organización era rudimentaria, como todo lo que rodea a la cárcel. Valor tenía en sus manos una bolsa llena con papeles cortados a mano con números. Rifas tumberas, que les llaman. Mientras a unos metros la bruja atendía a los presos —de a uno por vez—, los payasos empezaron con el sorteo. Al lado, Hijitus parecía una especie de escribano.
—¿Hijitus, quiere decirle algo al público? —preguntó Valor.
—Síii —dijo Hijitus con voz de ultratumba— ¡Soy el payaso Hijitus!
El sorteo comenzó con normalidad. Los primeros ganadores se llevaron cinco discos de los Wachiturros, dos de Leo Mattioli y uno de Néstor en Bloque. Pero el clima cambió cuando llegó el momento de los juguetes.
—¡Ahora vamos a sortear la muñeca! ¡El ganador es…! —el payaso quería ponerle suspenso, pero el suspenso irrita a los presos, que por el encierro y la burocracia quieren que las cosas sean ya—. ¡El ganador es el número 74!
—¡Mío! —gritó un hombre con su niño en brazos.
—¡No, es mío! —aseguró una mujer.
—¡Pero si el 74 lo tengo yo! —dijo otro preso.
Efectivamente, los tres tenían ese número. Valor, furioso, tomó el micrófono:
—Algún turro truchó los números —dijo—. Solo valen los que están firmados.
—Don Valor —le avisó un compañero—, hasta los falsos están firmados.
—¿No te pedí que chequearas todo?
—No pude, don Valor.
—¿Cómo que no pudiste?
—Las cosas se me fueron de las manos —argumentó el preso con el tono de un oficinista que le da explicaciones al jefe.
Al final, el colaborador del Gordo que había firmado los números originales reconoció su letra y eligió arbitrariamente a uno de los tres que reclamaban el premio. Cuando llegó el turno de la pelota, había otros cuatro números ganadores. El público tumbero estaba nervioso. Algunos niños lloraban y no entendían por qué no les daban los juguetes si tenían el número ganador.
El premio final, una bicicleta roja, generó un clima tenso. Hijitus se reía. «Soy el payaso Hijitus», repetía como un autómata.
—¡El ganador de la bicicleta es el número 42! —anunció uno de los artistas.
—¡Vamos, carajo! —festejó un preso mientras mostraba ese número.
Otras cinco manos mostraron lo mismo. Una nena se acercó a retirar la bicicleta, pero otro nene la empujó porque tenía el mismo número. Dos detenidos empezaron a disputarse el rodado.
—¡Basta, viejo! ¡Calmensén! —pidió Valor mientras se le abalanzaban los ganadores y perdedores. Al final, el jurado reconoció como ganador al número original. La nena se llevó la bici. En ese momento, un gordito que tenía un falso número ganador se tiró al piso y empezó a patalear. Valor se acercó y le regaló una bolsa llena de golosinas.
—Estuvo mal organizado —acusó un preso con tono de señora distinguida.
—Acá quedan pocos códigos, la brujita me había dicho que me cuidara, que algo podía salir mal —se decepcionó Valor. Luego volvimos al salón y comimos papas, carne al horno y canelones, una mezcla que me cayó mal al estómago y me tuvo a maltraer varios días. Valor felicitó a los payasos, que nunca imaginaron que la fiesta terminaría en escándalo.
—Pensé en irme corriendo —reconoció uno.
Mientras tanto, un preso silencioso, que comía carne sin parar, confesó:
—Pasé cosas peores. Fui testigo del motín de Sierra Chica. ¿Saben qué feo fue tener que cortar en pedacitos a un compañero?
Luego supe que a ese preso le decían Maradona porque había sido uno de los que pateó la cabeza de uno de los degollados en medio de un picado de fútbol siniestro.
Los payasos y yo tragamos el último bocado, cruzamos el cuchillo y el tenedor sobre el plato, y dejamos de comer.
En la sobremesa, los ladrones hablaron de sus brujas. Fue como una especie de ronda de cuentos de terror alrededor de una fogata imaginaria. Uno de ellos contó, ante la risa e incredulidad de todos, que su bruja era una médium y lo comunicaba con sus compañeros acribillados por la policía.
—A través suyo hablo con los muchachos, me preguntan por sus familias, sus esposas, sus hijos —dijo—. Hablamos de futuros planes…
—Ojo porque algunas brujas son estafadoras —dijo Leonardo Mercado, rufián experto en piratería del asfalto—. Laburan para la cana. Tengo compañeros que son pai umbanda y hacen rituales con chivitos y gallinas. Uno de mis compinches consultaba a una bruja que le decía lo que iba a pasar con la banda. «Va a pasar algo algo malo con un auto verde», le dijo una vez. La vieja decía que se estaba quedando ciega por sus adivinaciones. Mi compañero no quiso subir a su auto, fue en una camioneta a chorear. Yo no le creí y me subí a un auto, era verdoso. Pueden creer que me agarró el Grupo Halcón y el coche quedó como un colador: 38 balazos. Yo me salvé de pedo. La bruja tenía razón.
—Entonces creés en brujas —le dijo otro detenido.
—No —dijo Mercado—, esa acertó de puro culo.
—La cárcel tiene olor a bruja, un olor… —intentó decir el detenido.
—A rata muerta mojada. A eso huele la tumba —lo interrumpió Valor.
—Las brujas son como cualquier mina, pero nunca hay que encamarse con ellas —dijo otro preso, ladrón de bancos—. A mí una brujita me dio un amuleto y me dijo que en cada tiroteo me tocara e invocara su nombre. Una vez lo hice y una bala me entró en la cabeza y me salvé. Quedó alojada acá adentro y sigo vivo. Le llevé como ofrenda mi pistola calibre 45 y la guita de un choreo.
En esa ronda, yo les conté a los presos la historia del Flaco Juan, un joven ladrón que había caído acusado de narcotráfico y del asalto a un banco. Su primer gran robo había actuado en él como una inyección venenosa que le cambió los rasgos, la postura y la forma de pensar. Era otro hombre. Hasta su tono de voz era distinto. Cometió cinco golpes en bancos y financieras que le salieron perfectos, y fue por más.
Una noche, un pirata del asfalto con el que tomaba un trago en un pool de Garín le dio un consejo que cambió su rumbo:
—¿Por qué no vas a ver a una bruja? Todas las bandas tienen una. Te cantan la posta. Hasta los del robo al Banco Río tenían una que les vaticinó guita y una traición del carajo. Le pegó en todo. Pero ojo porque si las traicionás te engualichan, solas o a partir del pedido de alguien. A Beto de la Torre, un ladrón de la puta madre, le hicieron una maldición que le duró años. Todo le salía mal. Se le caía el arma en los robos, se le rompía el motor del auto en plena fuga de la cana… Solo rompió el gualicho con otra brujita.
Juan no lo dudó. Le recomendaron a una vidente que tenía un templo en Florencio Varela. En el primer encuentro, ella le pidió una foto. Y él le dijo la verdad: que robaba sin parar y que quería retirarse millonario para que su familia pudiera disfrutar de la vida. Ese día, la bruja fue a la casa del ladrón para hacerle una limpieza. Llevó un incienso y una canasta con caracoles que hacía girar mientras danzaba y cantaba en una lengua que el Flaco Juan ignoraba.
Al terminar, le pidió una ofrenda a voluntad y le advirtió:
—Alejate de lo malo y de los traidores.
El Flaco Juan le dio tres mil pesos y una pistola calibre 32.
A los pocos meses, ocurrió lo impensado: el Flaco Juan trabajaba en un boquete para robar un banco en Quilmes. Con su banda había trabajado día y noche desde un túnel que habían comenzado a construir en un vivero que habían alquilado. Pero un día, cuando estaban a cinco metros del sector de bóvedas, vieron al llegar que afuera estaba la policía. Alguien los había delatado.
El Flaco Juan se salvó de ir preso. Sus cómplices también. Enseguida descubrieron que un ex integrante de la banda al que habían echado por ineficaz había llamado al 911 para avisar que iban a robar ese banco.
Juan visitó a la bruja y le contó lo que había pasado.
—Se lo dije —respondió ella—, estaba muy clara esa visión. Lo rodeaba a usted como un arcoiris oscuro.
Con el tiempo, la bruja se convirtió en una especie de miembro oculto de la banda. Todas las decisiones debían ser consultadas con ella, quien un día habló de sellar un pacto. Se trataba de un ritual hamponal que, según ella, había dado resultados en grandes bandas de ladrones. Le puso como ejemplo un grupo de piratas del asfalto que había cumplido ese acuerdo y nunca había caído: llevaban recaudados dos millones de dólares en quince robos. Ella misma le mostró un papel con las estadísticas.
Si quería correr con esa suerte, lo que debía hacer Juan no era sencillo. La bruja le pidió veinticinco mil pesos, pero eso no era todo: también debía conseguir tres kilos de oro y un kilo de cocaína. Y algo más.
—Un toro para sacrificar, señor Juan.
—¿Un toro? —se sorprendió el ladrón.
—Sí. La cocaína, el oro y la sangre del toro deben diluirse y debemos beber de ese brebaje especial. Así los dioses estarán satisfechos.
Juan consiguió el oro y la cocaína, y viajó a una estancia de Santa Fe para comprar el toro. Pero algo en él, cuando hablaba con un ganadero que le ofrecía un toro de 400 kilos de buen pedigree, se rompió en ese momento. Se sintió desolado. Le dijo al hombre que luego volvería por el animal. Que necesitaba pensarlo mejor. Pero mientras volvía a Buenos Aires en su auto concluyó que todo era una locura.
Fue hacia el templo de la bruja y se lo dijo:
—Esto es un delirio, voy a dar marcha atrás.
Ella lo miró con altivez:
—Hay mucha policía cerca, cuidesé Señor Juan. Sepa que necesita protección.
A los diez días, unos veinte policías de la Bonaerense allanaron su casa. Le encontraron diez kilos de cocaína, armas, chalecos de la Policía Federal que pensaba usar para un robo y el plano de un banco que planeaba asaltar. A Juan le quedó una duda: si la bruja acertó por sus dotes adivinatorias o si les pasó el dato a los investigadores.
—Hay brujas buchonas de la cana —resumió Valor en la ronda de presos en la cárcel—. Pero la mía me canta la posta. Sabe hasta el día que me voy a ir de este mundo, aunque no me lo quiere decir.
—¿Le tenés miedo a la muerte? —pregunté.
—No.
—¿Y a quedarte solo?
Valor puso cara de tipo duro y respondió:
—No.
Un guardia avisó que el horario de visita había terminado. Me despedí de todos. El Gordo me saludó con un dejo de melancolía y, con el sombrero puesto, caminó por el largo pasillo hacia su pabellón. Llevaba en su boca un cigarrillo apagado, mordisqueado y mojado. Su paso era lento y resignado. Cada tanto, mientras su figura se achicaba a la distancia, se daba vuelta y volvía a despedirse. Al final de todo lo esperaba un guardia. El Gordo saludó una vez más, pero desde lejos ya era una sombra. Luego la reja se cerró a sus espaldas y no se lo volvió a ver. En el pasillo solo quedó, impregnado en el aire húmedo, el olor a rata muerta mojada.
Valor recuperó por primera vez la libertad el 7 de diciembre de 2007, tras veintidós años de encierro. Pero poco más de un año y medio después lo detuvieron acusado de robar un country. Meses más tarde lo liberaron otra vez, pero volvió a caer mientras iba en el asiento de acompañante en un auto lleno de armas. Ese día, cuando vi una placa roja de Crónica que decía. «Cayó el Gordo Valor», llamé a Nancy y le pregunté si era cierto. «Salió un ratito y quedó en venir a comer los fideos que amasé, pero no volvió», respondió ella. Estaba claro: Valor no podía vivir sin robar. Era como el adicto que promete no consumir más y se aferra al «sólo por hoy» hasta que la próxima caída lo deja en la lona.
Nancy conocía la debilidad de su marido, pero nunca lo abandonó. Iba a la bruja María para pedirle que lo salvara, como si robar fuera un virus y él un paciente incurable. Una vez, la bruja le dijo:
—Él va a estar en su casa el 1 de mayo de 2018.
La bruja se equivocó por dos meses, pero tenía razón: Valor salió libre.
—Ahora sabe que si se manda una macana, va a morir en la cárcel —me dijo Nancy en julio de 2018, en la pizzería, aunque en realidad el mensaje era para su esposo.
Valor la miró con nostalgia, parecía darle la razón. Sabía que tenía prohibida la mala junta y que por eso su esposa le manejaba hasta el teléfono celular. Cualquier encuentro cercano con un hampón tendría un final infeliz. Pero Valor era —es— hiperkinético. De noche no puede dormir y a las seis se levanta y se prepara el mate, como si estuviera en su celda, y piensa. Unos meses atrás estaba por presentar sus memorias —esas que escribió en la cárcel— y soñaba con llevar su historia al cine. Esos proyectos nos habían unido todavía más: yo lo había ayudado con el libro.
Fue en ese contexto que Valor me llamó para invitarme a pescar, y que yo le dije que estaba con laringitis.
Preocupado por mi salud, Valor me propuso entonces visitar a la bruja.
—Seguro que te cura.
Pero ni siquiera tuve energía para levantarme de la cama.
—Ayer no atendió la brujita porque estaba indispuesta y cuando le pasa eso pierde el poder, pero hoy la vimos y anotó tu nombre. Te va a curar —insistió Valor por teléfono, unos días después.
La laringitis era acaso mi menor dolencia en esos días. Esto ya lo escribí en otra Orsai pero igual necesito repetirlo, como si fuera la misma nota, una nota sin final, que sobrevuela los mismos fantasmas: me sentía tomado por las historias oscuras, por mis encuentros tóxicos con asesinos y ladrones, por las incursiones en cárceles o territorios salvajes. Por girar en torno a la misma ruleta magnética de esas vidas errantes y extraviadas.
Una vez, mi psiquiatra llegó a decirme que debía ponerle nombre a lo que me pasaba.
—Una bruja diría que es un hechizo, una astróloga diría que es tu aura, una yogui hablaría de tu chakra, una psicóloga del inconsciente, un chamán de una reencarnación —dijo.
Con esa frase me invitaba, mirando para otro lado, a que experimentara otros mundos incrustados en las ciencias ocultas.
Fue así que conocí a una astróloga que al enterarse de mis reuniones con el submundo hamponal me hizo recostar en una camilla, pasó sus manos por alrededor de mi torso y mi cabeza —a cierta distancia—, y al tocar la cabeza sintió que algo la pinchaba.
—Hay algo del bajo astral que te atrae y al bajo astral le atrae de vos, como si los bichitos de esos mundos oscuros del cosmos se adhirieran a tu alma.
Hicimos meditación, repetimos mantras, y me pidió que recordara paisajes bellos y familiares: el ruido de un río, la paz del mar de mis días en Mar del Plata, una canción de cuna. Pero mis enredos seguían. Sobre todo los internos. Habían comenzado cuando me sumergí durante un año en la historia negra de Carlos Eduardo Robledo Puch, el ángel negro que en 1972 mató a once personas. En ese entonces empecé con los ataques de pánico. Creí que moriría de un infarto y comencé a temer las cosas más simples.
Las brujas, entonces, fueron un plan B al que acudí más por curiosidad que por necesidad. En mi vida conocí a seis videntes. A tres de ellas fui por voluntad propia. La otras tres fueron encuentros casuales, o eso pensaba por entonces.
La primera apareció una tarde de mi infancia en la que yo estaba con mi familia. Habíamos ido a un picnic al parque Camet cuando un grupo de gitanos y gitanas comenzó a desplegar su banquete sobre el césped. Mi madre me miró. En ese entonces, para que no hiciera lío, ella me decía algo que hoy podría ser penado por el Inadi: «Portate bien o te van a llevar los gitanos». Su mirada, entonces, fue suficiente para que yo entrara en shock. Para colmo, una gitana se acercó a querer adivinar la suerte de mi familia. Yo temblaba. La mujer se fue y el resto del picnic lo pasé pendiente de los movimientos de la familia de al lado.
Con el tiempo perdí ese temor, pero recuerdo que una mañana, camino a mis clases de box, una vieja gitana sentada en una silla en la puerta de su casa manoteó mi mano cuando yo pasaba y comenzó a adivinarme el futuro. Se la saqué y ella me pidió dinero. No le di nada y me alejé. «Te voy a maldecir», dijo y comenzó a hablar en una lengua indecible (al menos para mí), y movió sus manos hacia mí —con los dedos de uñas largas apuntándome— mientras hacía una especie de chistido constante.
Durante años creí que mi mala suerte y mis desdichas amorosas debían provenir de esa maldición.
Mi tercera experiencia casual fue una especie de estafa. Una mujer se acercó cuando caminaba por la peatonal de Mar del Plata. Pero esta vez la mano la ofrecí yo: la curiosidad le había ganado al miedo, la fascinación al rechazo. Me pidió cincuenta pesos y se los di. Leyó una línea de mi mano. Me pidió otros cincuenta para seguir y darme su primer vaticinio. Se los di. Lo insólito fue cuando pidió cien pesos más para decirme todo lo que, según ella, debía saber.
Mi papel de tonto era irreversible. Mi disyuntiva era darle la plata —una pequeña fortuna en ese entonces— para sumarme al circo o no darle y exponerme a otra maldición. Por más que no crea en esas cosas, cuando se las convoca a veces dejan de ser imaginarias.
Le di los cien pesos. Repasó las líneas de las manos. Sus uñas y sus yemas se hundieron como si mi palma fuera tierra húmeda.
Me miró en silencio y dijo:
—Problemas de amor, problemas de plata.
—¿Algo más?
—Solo eso, ¿le parece poco?
La mujer se fue y me quedé parado en medio de la calle. Vi que algunas personas habían sido testigos de la secuencia. Se reían.
En 1998 llegó la siguiente experiencia. Visité a una bruja por una nota. Esa mujer se autoproclamaba la primera bruja de Menem —la primera porque después habían aparecido más. Era regordeta, colorada y atendía en su casa de Mar del Plata. No recuerdo su nombre y no figura en Google, pero sé que se jactaba de haberle vaticinado al riojano que iba a ser gobernador de su provincia y años más tarde presidente. La mujer decía que Menem se sentía la reencarnación de Quiroga y por eso usaba patilla.
Aproveché la nota para hacerme atender. La mujer cerró los ojos y describió un lugar que se parecía a la casa de mi infancia. Hablo de paredes húmedas y de una pieza que daba a la derecha (era la mía), y dijo que mi madre sufría de dolor de columna. Luego predijo que iba a pasar el resto de mis días en Buenos Aires. Acertó en todo, aunque tampoco fue nada del otro mundo. Mi madre tenía ese dolor y seis años después me mudé a la capital, donde tuve otras dos experiencias con brujas bastante irrelevantes.
Pero me faltaba algo más. Del mismo modo que el espectador de boxeo quiere ver piñas o un nocaut furibundo, esperaba de esas videntes una predicción trágica. Un destino marcado que me llevara a hacer todo lo posible para evitarlo. Por eso, quizás, decidí aceptar la propuesta de Valor.
Llegué a San Miguel un martes, poco después de las siete de la mañana.Valor caminaba ansioso en la vereda, frente a la casa de la vidente. Vestía la boina de siempre, un pulóver, un jean y un saco de cuero marrón. Sentada en una reposera, en el patio de la casa de la bruja, Nancy tomaba mate con su hermana.
—Te tocó el número 14, justo el borracho —bromeó Valor.
Ellos ya habían pasado. A los diez minutos, un hombre me tomó del brazo y me llevó hacia la puerta donde atendía María.
—Ahora hay una parejita, ni bien salga entrás vos —me dijo.
Luego, sin preámbulos, me invitó al cumpleaños de la bruja.
—Va a ser un asado con todos sus fieles, vas a estar invitado. Solo traé lo que vas a tomar. Se puede bailar, ella tiene ascendencia gitana, ¿sabés? Le encanta Camarón de la Isla.
—¿El festejo va a ser de noche?
—¡No! —me dijo el hombre como si hubiese dicho una estupidez—. De noche no puede ella. Si se muestra de noche se le sale el bicho.
—¿Qué bicho?
—Un demonio monstruoso que tiene adentro.
—¿Y usted lo vio?
—¿A quién?
—Al bicho.
—Una vez. Pero no hablemos de eso. ¿No sabés la historia de María, no?
—No.
—Ella murió y resucitó. Volvió a la luz con el poder de adivinar. Pero adentro tiene al bicho ese que sale de noche.
Justo cuando terminó de decir eso, se abrió la puerta y salió la pareja. Pasé.
María me recibió con una sonrisa. Tenía rulos morochos, ojos grandes y marrones, y un cuerpo abundante bajo un saco florido y una pollera blanca. Me saludó con un abrazo y me hizo sentar en una de las seis sillas que había en el lugar, una sala pequeña con imágenes de santos, ofrendas y fotos. Por una ventana entraba la luz de la mañana.
—Soy el amigo de Valor.
—¡Ah! Me habló mucho de vos. Sos muy importante para él. Decime tu nombre completo y tu fecha de nacimiento.
Anotó los datos en un papel y se acercó hacia mí. Me pidió que cerrara los ojos y me fue tocando la espalda, los brazos y la cabeza, mientras exhalaba con fuerza.
Luego tocó mi pecho, se alejó, me pidió que abriera los ojos y dijo:
—Con claridad te han hecho un corte. Es decir: un trabajo, un maleficio. Estás embrujado.
Lejos de atormentarme, sentí que esas palabras me daban ánimo.
—Ya me parecía —le dije.
—Seguro que muchas cosas te salen mal, hasta las más simples. Te acompaña la mala suerte.
—¿Quién me hizo el trabajo?
—Yo lo sé, o podría saberlo. Pero vas a soñar y esa persona aparecerá en sueños. El que lo ordenó es un hombre, pero te lo hizo una mujer. Vení la semana que viene.
Antes de irme, tuve la necesidad de hablarle del Gordo Valor.
—¿Cómo lo ve a mi amigo?
—Mejor, alejado de la desgracia.
—¿Le pregunta si va a volver a robar?
—Quiere saber muchas cosas, para él no es fácil. Pero yo se lo digo bien claro, le pido que se deje de burradas.
—¿Si vuelve a robar va a terminar mal?
—Si, peor que la cárcel. Va a terminar muerto.
Luego, le pregunté si siempre tuvo sus visiones. La bruja, que estaba predispuesta, respondió sin reparos, como si me conociera de antes:
—Yo me morí a los cinco años. En la escuela, dos compañeros me tiraron contra una fuente de marfil y me di un golpe mortal en la cabeza. Fallecí. En la morgue resucité. Los médicos no lo podían creer.
—¿Y cuál fue su primera adivinación?
—Les dije a los médicos cómo iban a ser sus vidas. Veo todo, y a veces eso es un problema.
Dejé la botella de whisky a los santos y 500 pesos enrollados en la trompita de un elefante.
Al salir, Valor y Nancy me esperaban ansiosos. Querían saber qué me había dicho.
—Yo sabía que te habían hecho algo —dijo Nancy cuando le conté el presagio de la vidente.
—Una vez —reveló Valor— la bruja nos dijo que iban a matarnos. Que nos habían hecho un laburo fulero. Ella me dijo que lo iba a soñar al que nos iba a matar, y no llegué a soñarlo porque la misma bruja me dijo quién era. Seguro sabe quién te hizo el maleficio. Pero ya lo vas a soñar. Seguro te agarra sueño y se te aparece todo.
—¿Vos soñaste con tu matador? —le pregunté.
—Sí, fue un sueño recurrente: escuchaba voces en un bosque. Me llamaban con insistencia. Era la voz de alguien que me traicionó. Cuando me acercaba a esta persona, me apuñalaba. Me despertaba de la pesadilla agitado y con dolores en el pecho. Sentía como si algo se me saliera del pecho e hiciera ¡zas! —dijo mientras resoplaba y abría sus brazos con rapidez.
Salimos del lugar y Valor tuvo la idea de que fuéramos a desayunar. Fuimos en su auto. Mientras manejaba en busca de un café por el centro de San Miguel, con Nancy sentada del lado del acompañante, le dije:
—A la bruja le pregunté de vos, también.
—¿Y qué te dijo?
—Que va a andar todo bien. Que siempre te pide que te dejes de burradas.
—¿Y qué quiere decir eso?
—Que dejes de hacer travesuras —acotó Nancy.
—¿Y cómo hago para no hacer travesuras?
Nancy y yo hicimos silencio. Valor estacionó el auto frente a la plaza y fuimos a un café.
Adentro estaba vacío. Mientras tomábamos café con leche y medialunas, Valor contó que la bruja le había tocado la cabeza y le había dicho que iba a ganar mucha plata.
—Tendré que pensar en otra cosa. Toda mi vida fui ladrón y quería morir ladrón. Pero la bruja tiene razón. Todo se acabó. Basta de armas. Ya no puedo correr ni dos metros. Tengo que inventarme una vida honesta —dijo Valor y me miró—. Y vos, vas a ver que la brujita María te va a sacar el gualicho —agregó. Y antes de que nos despidiéramos me hizo una advertencia:
—Te vas a ir por el inodoro. Yo siempre que la veo, me cago encima. Paso días así. Eso es porque te saca todo lo malo. Ella ve todo. Y ahora también nos debe estar viendo.
Durante tres días, Valor o Nancy me llamaron para ver cómo me sentía. Y ese fin de semana me invitaron a su casa porque Valor cumplía 65 años. El festejo fue simple: sin ladrones y con familiares de Valor. «Capaz que la brujita pasa a saludar», dijo. Yo no tenía gran expectativa. No había tenido ese sueño revelador que había predecido la bruja, y estaba frustrado. Pero me gustaba estar en lo de Valor. Hacía años que él no pasaba un cumpleaños en libertad.
—Este es mi nuevo mundo —dijo al recibirme, con boina y camisa negra. A su lado Negrita, una perra que se trajo de la cárcel, le movía la cola.
El nuevo mundo de Valor quedaba en Villa Rosa, en el partido de Pilar. Era una casa con un jardín florido con ciruelos, limoneros y naranjos de más de cincuenta años. Valor me llevó a conocerla por dentro. En un aparador del living había una maqueta de barco que había construido en la cárcel, imágenes de santos —San Expedito, San Francisco de Asís—, una imagen de la Virgen de los Milagros y algunas fotos, de Valor, su mujer y sus hijos, y también de Rosa, la madre de Valor, muerta hacía cinco años. A un lado estaba la urna con sus cenizas.
Sobre una pared había también una katana que Valor desenfundó para mostrarme.
—Es la de Kill Bill —dijo, e hizo unos movimientos marciales. Después volvimos a comer.
En la mesa del jardín había cerveza, jugo, vino, una picada, los restos de una cabeza de cerdo cortada en fetas y asado. Comimos escuchando a Creedence, la banda favorita de Valor, y después cantamos el feliz cumpleaños hasta que Valor sopló las velas sobre una torta de mousse de chocolate. Lo miré. Aun cuando sonreía, al Gordo se lo veía apagado. Dentro de la cárcel lo notaba con más vitalidad.
En eso pensaba cuando se escucharon los aplausos de alguien al otro lado de la puerta de entrada. Era María, la bruja.
—Solo pasé a saludar —dijo, una vez adentro. Abrazó a Valor y a Nancy, y después se acercó, me reconoció y me llevó a un costado.
—Te noto mejor —observó.
Asentí con la cabeza. Sin que le dijera nada, la bruja me miró con los ojos brillosos y agregó:
—Sé que no tuviste ese sueño. En estos dos días lo vas a tener. Te espero el martes.
Le dije que iría para no contrariarla. Pero pasaron los días y la dejé plantada. Cuando le dije a Valor, me respondió con un silencio. Ni siquiera preguntó por qué no fui. Si lo hubiera hecho le habría contestado que estuve esperando en sueños un desfile de rostros malditos, o quizá la imagen de una sola persona que pudiera simbolizar el peso de algunas desdichas. Pero lo único que aparecía, una y otra vez, era mi cara. Tardé en entender que esa había sido la señal.