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Uno
Estoy sentada en el consultorio de uno de los nueve cirujanos que me atienden todas las semanas. Hoy me tocó el más joven de todos, Juan Manuel. Me acaba de pesar y otra vez bajé solo medio kilo, así que estoy entre inestable y amargada. Él no está mejor. Lo veo sudar frente a la computadora, buscándome una fecha de cirugía y sé que está a punto de decirme que no hay, y que lo mejor es postergar la operación hasta diciembre y hacer todo más tranquilos. Lo sé porque vengo al consultorio hace tres meses, a razón de dos veces por semana, y ya nos conocemos todas las mañas y los signos. Vamos a discutir, es inminente.
Sé, también, que apenas me lo diga voy a llorar. No voy a evitarlo. Quiero llorar para ponerlo incómodo, para que se sienta raro, para que la pase tan mal como yo la estoy pasando mientras espero.
—No sé qué decirte —se sincera, y niega con la cabeza.
Me limpio con el puño del buzo las primeras lágrimas y lo veo tensarse como un cable. Los cirujanos pueden lidiar con sangre negra y putrefacta pero odian que llores o te desbordes. Yo ya lo sé, y en general, cuando veo que ya están muy incómodos, trato de serenarme. Pero esta vez es distinto: pienso llorar hasta que me opere.
—Además, todavía tenés que bajar tres kilos para estar lista para el quirófano. No te da el peso…
Lo dice bajito, temiendo que yo me exalte, pero no digo nada. Hace dos meses y medio que solo consumo líquidos, salgo a caminar cinco veces por semana, tomo una batería de pastillas, vitaminas y proteínas que me dan asco y me caen mal, y me doy unas inyecciones terribles. Ya no me acuerdo cómo era masticar y tuve que hacer malabares para cumplir con las notas de gastronomía que escribo en las revistas. Además, no me dejan tomar medicamentos, así que aguanto los dolores de cabeza y de ovarios haciéndome un ovillo en la cama y esperando que se me pasen, a veces durante días enteros. No veo la hora de terminar con esta dieta perversa y con diez años de tratamientos. Si me postergan la operación, no sé si voy a poder atravesar todo esto de nuevo.
Me sorprende que tarde veinte minutos más en darse cuenta de que no voy a parar de llorar. Recién entonces sale. No me dice nada, solo agarra sus cosas y sale. A lo lejos, lo escucho discutir; trato de entender lo que dicen pero solo me llega un murmullo crispado entre varios hombres.
Diez minutos después, cuando vuelve, está agobiado, con la boca desencajada, más incómodo que antes. Se sienta, se acomoda la corbata (los cirujanos no soportan las lágrimas y además te atienden de traje) y me pregunta, expectante:
—¿Te diste la antitetánica? ¿El anticoagulante?
—Sí.
—Ok. Te vamos a operar la semana que viene.
—¿En serio?
Paro de llorar por primera vez en setenta y cinco minutos. Los ojos me arden. Hace cinco meses, desde que me decidí, que espero este momento.
—Si bajás tres kilos.
—Pero bajé tres kilos y medio en todo el mes pasado—le respondo—¿Cómo se supone que baje tres en siete… seis días?
Me río de nervios. Me siento estúpida por haberme alegrado antes.
—Carolina, no puedo hacer más nada.
Trato de convencerlo de bajar un poco menos, quizás un kilo y medio, le repito todos los problemas que tengo para bajar, pero cuando me mira a los ojos sé que llegué al final de la soga, que no queda resto para negociar.
—Si no los bajás, no puedo operarte.
Dos
Cuando me voy del consultorio, angustiada, descubro el mecanismo. Fue, expuso mi caso, y discutió con su jefe, que finalmente accedió a operarme porque vio mi ficha y supo que no podía bajar ese peso en tan poco tiempo. Mi cuerpo es incapaz, no lo hace, y ellos lo saben. Lo que no saben —ni él, ni su jefe, ni el resto de los cirujanos— es que voy a bajar esos kilos como sea porque no hay nada que me interese más en la vida que ser flaca. Si tuviera que elegir entre ser la mejor escritora del mundo y ser flaca, elegiría ser flaca. Millonaria y gorda, o pobre y flaca, flaca de nuevo. Entre ser una persona equilibrada y de sabiduría excepcional y ser una flaca atormentada que toma pastillas para dormir, también flaca. Y si no hubiera ningún testigo, y me ofrecieran pesar cincuenta kilos para siempre o descubrir la cura contra el cáncer, erradicar el hambre mundial y garantizar la paz en Medio Oriente, no tardaría ni un segundo en decidir. Flaca, flaca, flaca. Que se mueran todos. Yo quiero comprar talle small y dejar de contar calorías.
Tres
El día de la operación me pesan tres veces para estar seguros de que no hice trampa. No entienden cómo bajé tanto de peso y yo con mi silencio, engroso la duda hasta el infinito. Como mi descenso los tomó por sorpresa, me van a operar en un horario que consiguieron a último momento: antes de que abra el quirófano, a la madrugada, casi de noche, en el único día de franco que tienen. Así de mucho odian que llore, o así de mucho quieren a sus pacientes, no lo sé.
Mientras me acomoda en la camilla, Pablo, un cirujano cordobés y bonachón que siempre me pregunta qué estoy escribiendo, me explica todo lo que me va a hacer mientras yo tiemblo de miedo y de frío. Me van a atar a la camilla, me van a vendar de la cintura para abajo, me van a dormir, me van a abrir cinco agujeros, me van a meter una cámara, me van a cortar el estómago, me van a sacar un metro de intestino, y me van a coser de nuevo.
De eso se trata el bypass: de tener un estómago pequeño y un intestino que absorba solo la mitad de lo que ingiero. Según dice, me voy a despertar ya en la habitación y no me voy a acordar de nada, pero no le creo. Tiene las pupilas dilatadas como mi gata cuando caza un pajarito. En el quirófano no es el mismo que en el consultorio: es amenazante, serio, un poco asesino.
Mientras esperamos al otro cirujano, Pablo me mira fijo y aprovecha las bondades de la anestesia para volver a preguntarme una vez más si hice bien la dieta. Para asustarme, me vuelve a explicar que cuando los pacientes no cumplen la dieta líquida a rajatabla quedan con una película de grasa en los órganos y no pueden operarse. Si fuera mi caso, tendrían que cerrarme y pasaría por todo el dolor del postoperatorio, pero gorda de nuevo. Pienso en decirle la verdad. Que hace seis días que no como nada, que estoy famélica, que tuve que hacerlo porque de otra forma no iba a bajar de peso. Pero me callo. «La hice perfecta», le miento. Lo único que me falta es que paren todo ahora, cuando ya estoy desnuda y atada en ese quirófano frío y repugnante.
Hace horas que pienso en todas las veces que engordé y adelgacé pero me cuesta mucho porque ya no me acuerdo. Sé que la primera vez tenía cinco o seis años y que mi familia dice que solo estuve flaca porque estaba celosa de mi hermano y quería llamar la atención dejando de comer. Yo, en cambio, creo que mi destino siempre fue ser flaca hasta que me lo arruinó una tarada en la escuela.
En esa época, Susana, una maestra petisa y robusta como un cilindro de carne, me retaba durante la hora del almuerzo porque dejaba toda la comida en el plato. En realidad, me iba retando mientras se mandaba mis sobras con la mano. «¿Podrá ser (bocado) que nunca (bocado) comas (bocado, bocado) nada de lo (bocado) que se te sirve? (bocado, bocado, bocado) ¿Sabés (bocado) que hay chicos (bocado, bocado) que se mueren (bocado) de hambre?» Soporté durante meses sus retos hasta que un día, harta de verla hablar con la boca llena de cascotes de pascualina, le dije «gorda elefanta». Una compañera me escuchó, y me fulminó con los ojos vidriosos, llenos de lágrimas:
—Mi mamá también es gorda y re buena como Susana. No son elefantes. Ojalá vos fueras gorda y buena como ellas.
Un año después ya había subido seis kilos. Con el tema de ser buena, por suerte, nunca pasó nada.
Cuatro
Mi marido me espera afuera del quirófano, con expresión alerta y semblante amarillento. No le dije nada a nadie, salvo a él y a un par de amigos. Mis padres tienen una obsesión malsana con mi sobrepeso y no quiero que opinen, ni que pregunten, ni que hablen con mis médicos. Menos mi suegra, que cuando me conoció dijo que «yo era linda por dentro». Me gustaba más cuando todos evitaban el tema, cuando yo tenía ocho años y no sabía que estaba gorda porque nadie se animaba a decírmelo. En esa época, todos los días le pedía a mi mamá que me mandara al colegio un alfajor blanco marca Bagley (porque me encantaba y porque era el alfajor de moda) pero cuando abría la vianda siempre encontraba una mandarina. Yo vivía estos episodios con un poco de confusión, y por las dudas le repetía el pedido, cada vez más precisa y descriptiva: «Mamá, quiero el alfajor Bagley, el blanco que tiene maní encima, el de la propaganda que dice Blanco Blanco Negro Negro Blanco», pero jamás en la vida me puso el alfajor.
Supongo que un día se cansó y me dijo que era porque estaba gorda. O llegué a la conclusión yo sola, no me acuerdo. La cosa es que cuando lo descubrí, mi mamá y mi papá pudieron dejar de disimular y me impusieron una serie de reglas para bajar de peso. No podía gastar dinero de ninguna procedencia en golosinas, ni comer pan con las comidas, ni repetir los platos, ni comprar alimentos en el colegio. Tampoco cocinar, ni hacer la tarea, ni ver televisión en la cocina. Al parecer, para ellos la gordura estaba relacionada con alguna cuestión inmobiliaria o de circulación en la propiedad. Si en vez de ir a la cocina me confundía e iba al patio, me hubiera hecho deportista.
En esa misma línea de pensamiento (la de la gordura como fenómeno geográfico) me inscribieron en el club para que hiciera hockey, porque dijeron que «el aire libre me podía hacer bien». Para desencanto de mi papá (que era árbitro de rugby y soñaba con que yo fuera capitana del seleccionado de hockey), además de gorda yo era rara y no entendía la gracia de correr con un palo doblado en la mano. Además, a esa hora me gustaba tomar el té y mirar una novela en la que Eduardo Palomo hacía de pirata. Fui a dos o tres entrenamientos, pero ni bien me di cuenta de que me había perdido el capítulo en el que Palomo besaba a la hermana de la protagonista, revoleé el palo de hockey en el terreno baldío que estaba al lado de casa, dije que lo había perdido, y abandoné. Lo que no pude dejar fue el club (en donde ellos esperaban que corriera y bajara de peso sin darme cuenta), que me arruinó todos los fines de semana de mi adolescencia.
Ahora que enumero estas técnicas torpes y dispersas, entiendo que para mis padres (y ahora para mí) ser gordo era lo peor que podía pasar en la vida. Un poco porque un hijo gordo ponía en evidencia los genes rollizos y orondos de italianos culones que ellos se mataban por ocultar debajo de años y años de dieta. Pero también porque estar gordo es vivir en la incomodidad y en la conformidad —fatal, imparable, veloz— de que no tenés control sobre tu vida. Es saber que cada día que pasa sos una versión peor del día anterior; una versión doscientos gramos más pesada, veinte segundos más lenta, cien centímetros cúbicos más extensa. Solo te salva de esa conciencia trágica haber sido gordo toda la vida, porque si alguna vez fuiste flaco —dos días, un año, lo que sea— solo podés pensar en volver a estar flaco de nuevo. Nada, ni un crimen, ni una traición, ocupa tantas horas como rumiar sobre la gordura. Hay una voz en la cabeza que te pregunta todo el día cuándo empezás la dieta, que te avisa que está llegando el verano, que te recuerda que hace dos años pesabas quince kilos menos, que te persigue con que no deberías comer lo que estás a punto de morder. Una voz que no te deja olvidarte de que estás gordo nunca, ni cuando estás durmiendo.
Cinco
Cuando el otro cirujano por fin llega, el anestesista (un tipo con cara de científico loco que habla sobre drogas con las enfermeras) por fin abre la válvula del tubo que tengo enterrado en la mano y me pone una mascarilla para que respire. Una enfermera que antes estaba tratando de seducir al cirujano me ve temblar y me habla para que me tranquilice. Me dice que no me va a doler, que antes de que me dé cuenta voy a estar flaca, que una amiga de ella se hizo la misma cirugía y ahora parece una modelo. Cuando dice «modelo» quiero reírme, pero no puedo porque la mandíbula está muerta. Antes de dormirme veo a Pablo, el cirujano, afilando dos cuchillos de carnicero con una chaira. Aunque sé que es imposible, es el recuerdo más nítido que tengo.
Hubiese querido que la operación fuese como un fundido a negro, pero tengo la sensación de estar dormida durante la hora y media, como si estuviera sentada en un banco esperando algo, pero drogadísima. Como puedo, hago un recuento de todas las cosas que hice para estar flaca, para justificar mi operación. Si me muero en esa mesa, quiero sentir que era mi única opción, que hice hasta lo imposible para ser flaca de otra manera.
Por culpa de la anestesia, revivo una escena de la primaria, cuando iba a danzas, una materia opcional que daba la hija de la directora del colegio, que incluso a mí, con once años, me resultaba de una marginalidad espantosa. En líneas generales, la clase era en el comedor y consistía en hacer una coreografía pueblerina y bananera de un tema de Roxette vestidas con calzas, una malla de natación encima y unas medias futboleras a modo de polainas, mientras la profesora paraba el grabador y gritaba como Bob Fosse que quería más «intensidad». Como a mí bailar no me interesaba, en vez de hacer el esfuerzo de abrir las piernas, prefería esperar que todas estuvieran bajando para tirarme al piso como una bolsa de papas, un recurso muy práctico con el que la profesora no estuvo de acuerdo. «Tenés que entrenar más» me dijo. «Así el cuadro queda muy desparejo». Me acuerdo clarísimo, porque le dije que total no lo iba a ver nadie, y ella, enojada, me la devolvió diciendo que además de entrenar tenía que hacer dieta. En la realidad, yo me pasé a origami y no fui nunca más. Pero en mi sueño, volvía a la clase y estaba más flaca que ella.
También recuerdo la primera vez que pensé en ser flaca. Yo tenía veintiún años, había dejado de escribir y perdía mi tiempo trabajando en la empresa familiar mientras atravesaba la crisis más grande de mi vida. Recuerdo pensar que si ya no iba a ser ni culta ni interesante, no podía darme el lujo de ser gorda. Es decir, si iba a ser común, si mis días iban a ser una sucesión de planillas de Excel y facturas abrochadas, al menos tenía que ser flaca. La gordura era una licencia imposible para una oficinista.
Dos días más tarde, en absoluto secreto, fui a un grupo de descenso de peso por primera vez. Lo encontré en la web y me gustó porque en la foto los gordos se estaban riendo junto a un plato de frutas. Cuando entré, sin embargo, me atropelló una realidad distinta: un remisero lloraba porque se había comido una caja de ravioles crudos mientras hacía el reparto de una casa de pastas y otros gordos lo retaban porque, al parecer, no era la primera vez. Nunca me voy a olvidar porque lo único que me mantuvo adentro del aula fue que un gordo enorme como una montaña de carne había obturado la puerta de salida. Si hubiera visto un ventilete, una claraboya o incluso un hueco de aire acondicionado, me hubiera trepado para poder salir corriendo.
Por suerte, me quedé y al año estuve flaca por segunda vez en la vida. Podría decir que lo sufrí y golpearme el pecho. Contaría mi lucha contra el sobrepeso como esos biopics de Hallmark Channel en los que una patinadora se queda paralítica y desafía a la medicina para volver a entrenar. Lo haría tan bien que ustedes podrían escuchar «Castillos de hielo» en sus cabezas. Pero estaría mintiendo. No sufrí nada, todo lo contrario. Estar a dieta me encanta como me encantan pocas cosas en la vida. Mientras me enfrento cuerpo a cuerpo con un pedazo de torta quizás lo sufro un poco, pero quince minutos después, si no lo comí, me siento estupenda. Es un placer masoquista; hacer dieta me gusta como le gusta a algunas minas que las faje un encapuchado con ropa de cuero.
En aquel momento, estaba tan contenta que me juré que nunca más iba a volver a ser gorda aunque tuviera que contagiarme lombriz solitaria o encerrarme en un altillo con un bidón de agua y dos kilos de mandarinas. Ahora me gustaría pensar lo mismo, pero la vida no es tan simple. Aquella vez el impasse me duró alrededor de seis años, y empecé a engordar de nuevo.
Seis
Por error, me despierto en el quirófano apenas terminan de operarme, antes de que me pongan la morfina. Siento que me atropelló un auto y quiero gritar, pero no me sale la voz. Los cirujanos están terminando de acomodar cosas y nadie me presta atención, así que agarro al anestesista del ambo y tiro. Quiero que alguien sepa que me duele. Un médico que no conozco me ve, y me dice que ya me pusieron toda la anestesia, que si me ponen de nuevo me voy a morir, mientras me muestra un envase de suero vacío. No sé quién es, pero lo voy a odiar mientras viva.
Dos enfermeros me llevan a la habitación y me ponen sobre la cama, doblada y gris como un trapo de piso. Parece que estoy muy mal, porque apenas me ve llegar, mi marido se descompensa. Quiero tranquilizarlo, pero no puedo hablar, así que agarro mi celular y le escribo un mensaje de texto. Cuando lo lee se calma un poco, aunque seguirá agarrándose la cara y repitiendo «ay dios mío» mientras me conectan la morfina.
Minutos después llega Pablo, mi cirujano. Quiero preguntar si me operó, si voy a ser flaca, si tengo una fístula, si me voy a morir, y por qué duele tanto, pero no puedo. Estoy dormida o no tengo fuerzas para abrir los ojos, no lo sé. Por suerte, dice que mis órganos estaban muy bien preparados, que todo salió perfecto y le indica a mi marido que en dos horas me lleve a caminar por los pasillos. Mi marido le contesta con bronca que ya sabe que estaban perfectos, porque él me vio hacer la dieta todo este tiempo.
La bronca de mi marido me da ternura porque estoy drogada, sino estaría furiosa como él. Estoy harta de que me avisen que hice las cosas bien con expresión de sorpresa. Yo ya lo sé. En estos últimos tres años y medio, antes de los nueve cirujanos, pasé por dos gurúes dietólogos, un acupunturista, dos nutricionistas taradísimas, un endocrinólogo, dos psicoinmunoneuroendocrinólogos, un personal trainer, tres gimnasios, un deportólogo, y un montón de análisis que nunca llegaron a ninguna conclusión que sirviera para bajar de peso. Empecé diecinueve dietas distintas con siete dosis de medicación y escuché todos los argumentos imaginables sobre mi aumento de peso. Que la tiroides no funciona, que tenés bocio, que quizás es más deporte, que ya no sos tan joven y tenés que comer menos, que es hereditario, que cada cuerpo es especial. A veces me echaban la culpa a mí, a veces a mis glándulas holgazanas y a veces a un misterio de la ciencia. Una imbécil hasta me sugirió que quizás yo comía estando dormida.
Por las dudas, yo nunca me quedé quieta. Apenas empecé a subir de peso volví a mi grupo de descenso, pero había pasado mucho tiempo y la coordinación había recaído en una vieja burra llamada Beba, cuya única sabiduría eran un montón de frases hechas que se había robado de la revista Vivir mejor. Yo le preguntaba por qué no bajaba de peso tres semanas seguidas y ella me lanzaba unos diagnósticos afiladísimos desde la cabecera de la mesa: «Ya vas a bajar, sos tan linda y jovencita», «el cuerpo es un misterio» o la peor: «Hay que tener paciencia, gordita».
Después, y al borde de una desesperación rayana con la locura, gasté veinticuatro mil pesos en un tratamiento marcial que me exigía ir todos los días a un grupo y a un control a las ocho de la mañana. El sistema era bastante simple: te mataban de hambre y para soportarlo, te obligaban a participar en reuniones de apoyo comandadas por un gurú con aspecto de ciruja que gritaba barbaridades desde arriba de una tarima. Los pacientes más aplicados compartían lo que habían logrado a partir del descenso (hablaban de una misteriosa paz interior, yo sospecho que habían callado la voz) mientras él filosofaba sobre la adicción a la comida. A este infierno hay que sumarle que los domingos se fue instalando la costumbre de que los gordos se subieran al escenario a contar su experiencia. Al principio no era nada grave, pero con el tiempo algunos sumaron chistes, otros fueron trayendo fotos del «antes y después», y cuando me quise dar cuenta, ya se habían llevado un órgano Yamaha, dos micrófonos de pie, y estaban cantando temas de Diego Torres.
En ese circo bajé bastante de peso. Me duele decirlo, pero es verdad. Las cosas que gritaba el tipo eran tan feas y los gordos lloraban tanto, que cuando salías lo último que querías era comer. El problema fue que con el tiempo empecé a bajar cada vez menos y apenas me cambié a una dieta normal empecé a subir de nuevo. A los dos meses, ellos mismos me mandaron a otro médico para ver qué le pasaba a mi cuerpo. Todavía —ni ellos ni yo— tenemos idea por qué.
Siete
Es el día de la madre, y el hospital, aunque privado y lujoso, es el peor escenario para estar convaleciente. Se escuchan llantos y gritos, se ven hijos que llegan con bandejas de masas a ver a sus madres muriéndose en una habitación, nietas que no quieren entrar a ver a su abuela transformada en ese cuerpito blanco y ausente. En los bancos hay ramos de flores que esperan, marchitos, que alguien traiga los floreros desde la cocina. Muchos no vinieron en toda la semana, se huele la culpa en el aire. Todavía me obligan a caminar arrastrando el porta suero «para prevenir una trombosis», pero me siento mucho mejor. Voy a ser flaca, me digo, para soportar los llantos y a las enfermeras malhumoradas que trabajan un domingo.
Al mediodía, José, otro de los cirujanos, viene a ver cómo estoy. Me revisa las heridas, me controla el catéter y me empieza a dar agua para ver cómo funciona mi nuevo sistema digestivo. Las próximas horas, además de dolorosas, van a revelar si todo salió bien o tengo que quedarme internada por un mes, como pasa con algunos pacientes. Quiero ser flaca más que nada en la vida, pero la idea de pasar otros veintisiete días ahí adentro me desespera. Por suerte, me tomo un té de a sorbitos sin problemas y un vaso de agua entero, que me cae pesado como una bolsa de cemento. Llamo a José al celular para ver si me autoriza el alta, aunque ya estoy cambiada, con el bolso hecho, esperando que me vengan a sacar las agujas y me dejen salir de ese infierno.
Ya en casa, todo es raro. No siento hambre, ni siquiera pienso en comer. Es como si me hubieran extirpado una función del cuerpo, como si en vez de operarme el estómago me hubieran cortado esa parte del cerebro. Estoy tan débil que muchas veces no puedo levantarme de la cama y la balanza tampoco registra un gran descenso, pero no me importa porque en unos días se me afina la cara y se me empiezan a caer los pantalones. No existe sensación más maravillosa que ponerte ropa grande. A los que me hablan de traer un hijo al mundo o de correr una maratón, les digo: ustedes porque nunca probaron la gloria de que se les caiga un pantalón que antes les quedaba chico.
Voy a reuniones recién operada con el catéter metido en un bolsillo como si fuera un celular. Aunque cansada, estoy tranquila. La misma sensación que tenía antes, la de la gordura como avalancha, ahora es exactamente opuesta. ¿Será posible? Dicen que voy a bajar de peso aunque mi cuerpo no quiera, que es irreversible, pero no me lo termino de creer. Sé, también, que no va a ser fácil porque nunca es fácil para mí. Que por mis problemas hormonales voy a tener que soportar que los demás bajen veinticinco kilos mientras yo bajo seis, que muchas semanas quizás la aguja de la balanza no se mueva. Probablemente llore cada tanto, no sé.
A la semana, voy a cirugía para que me saquen el catéter. Además de las heridas tengo un tubo de un metro metido adentro del cuerpo. Si todo está bien, me lo sacan ese mismo día. Me atiende de nuevo Juan Manuel, que me avisa que el proceso es doloroso y me pide que respire profundo. Cuando me lo saca, siento que me muero y veo estrellitas como en los dibujos animados. Para consolarme me vuelve a repetir lo mismo que ya me dijeron todos en el hospital:
—No tenés idea de todo lo que tuve que hacer para que te operes, Carolina, no sabés.
Por curiosidad profesional, me vuelve a preguntar qué hice distinto en la semana previa a la operación, cómo bajé tanto de peso. Le digo que salí a caminar tres veces por día, pero omito la parte de la dieta otra vez. Supongo que yo nunca voy a saber lo que hizo para operarme y él nunca lo que hice para que me operen. Lo prefiero así, total no me creen.
Mientras me escribe algunas recetas (más inyecciones, más suplementos proteicos, más vitaminas, gimnasia siete veces por semana) me cuenta todo lo que voy a cambiar cuando este flaca de nuevo. Me habla de deportes, de cambios de talle, de expectativa de vida, de colesterol y de otras cosas que no me interesan.
Sonrío por compromiso. Sé que durante este tiempo le dije mil veces cuánto me molestaba ser gorda y cuánto esperaba esta promisoria y futura delgadez. Sé, también, que realmente se esforzó para operarme y darme esa vida que ahora está describiendo. Lo que no entiende o no sabe (¿por qué habría de saberlo?) es que a mí esa delgadez de la que habla no me interesa. No me operé para comprar ropa nueva, ni para conocer muchos hombres, ni para sentirme bien con mi cuerpo. Ni siquiera me interesa estar mejor de salud.
Cuando esté flaca posiblemente use un jogging de cuando estaba gorda y las mismas zapatillas de siempre. Yo no quiero ser flaca para ser linda. Yo quiero ser flaca para tener un poco de paz interior. Para que se calle la voz y me deje escribir en silencio.