De lunes a domingo, sin pausa ni respiro, en los fabulosos e irrepetibles años sesenta, casi todos los bares del centro eran como una rueda de la fortuna por la que dábamos vueltas los bohemios, los intelectuales y todos los otros seres en desacuerdo completo con el sistema. Éramos una pléyade y esas catedrales profanas eran nuestro refugio antiatómico, un hogar, lo contrario a los círculos del infierno en los que estaba el país.
Mi recorrida, como la de todos, empezaba en la vieja Perla del Once, seguía por El Querandí o Casablanca, sobre avenida Rivadavia, y doblaba en Callao, donde aparecían Callao 11, La Academia y El Ciervo, que desde la esquina habilitaba una entrada triunfal a Corrientes. Ahí estaban Metrópolis, Odeón, Ramos, La Paz, Politeama, La Giralda y finalmente El Colombiano, casi en la esquina con Libertad: un reducto que funcionaba como el último baluarte de los nuevos excéntricos, como si hubiera un límite que el Obelisco imponía al fulgurante derrotero por el que íbamos y volvíamos de un modo interminable, hundidos en el perfume esmeralda de la marihuana que en aquellos tiempos nadie reconocía en las calles, y sin cruzar nunca más allá de la 9 de Julio.
Tantas veces me quedaba leyendo o escribiendo hasta el amanecer en esos bares, sobre sus desnudas mesas de madera sin manteles y sin esa obscena irrupción de logos y modernidades del plástico más burdo que finalmente arrasaron con todos —especialmente con La Paz y Politeama— hasta volverlos, hoy, intransitables. Ahí estaba yo con los cuadernos repletos de dibujos, poemas y collages, naufragando sin dormir y con el corazón siempre de turno, como las farmacias donde vendían libremente anfetaminas y otras pastas o jarabes a precios populares.
Escribía, leía, miraba. Cada boliche tenía sus habitués. Algunos serían legendarios, como Tanguito, Miguel Abuelo o Alejandro Medina, y otros eran gotas exquisitas en una marea que nos arrastraba a todos. Entre ellos, en el Ramos, había una pareja que me llamaba la atención por su belleza fascinante. Parecían recién escapados de la pantalla del cine Lorraine: ella era igual a Jeanne Moreau y él, un doble de Alain Delon en sus mejores momentos. Venían casi todas las tardes a tomar café apresurados, nunca por más de una hora en la que conversaban o discutían, siempre llenos de esa luz que Eros en flor sólo otorga a sus elegidos.
Hasta que una vez, después de irse con él, a los pocos minutos ella regresó sola. Y encaró directamente a mi mesa, bien al fondo, para preguntarme si podía sentarse conmigo. ¡Pero claro! Le corrí la silla. Entonces descubrí sus finos dedos de nácar y esos ojos como hipnotizados.
Hace mucho que te espío, dijo. Oh, vaya novedad, pensé mientras reía un poco intimidado ante su primer comentario, cuyo tono tenía algo de embelesamiento inesperado. Ese fue el comienzo de una sublime amistad y, en lo que hace a ella, de una tortura de amor inenarrable. Mónica —aunque muchos la recordarán como Coco: ese era su nombre de guerra— estaba locamente enamorada de mí e intentaría seducirme sin ningún resultado por fuera de lograr mi admiración por los magníficos poemas que ella, como poseída, me leía en voz alta —poemas que después serían quemados, como todos sus cuadernos.
Mónica era como Andrea Luz Salomé, quien se enamora de Rilke y profundiza en su sexualidad porque hay mujeres que son como las mantis religiosas del gay: no tienen límites dentro del arquetipo erótico. Pero yo no pude ser tan mujer como ella, no logré volverme lésbica. La poeta Alicia Bello ya había pontificado que «en un mismo olor la carne no responde» y exactamente eso es lo que ocurriría entre nosotros. Yo no podía reaccionar ante el mismo perfume de su maravillosa piel idéntica a la mía.
Un par de meses después, cuando los padres se fueron de vacaciones y ella me invitó a su casa, terminé de comprobarlo. Luego de brindar con vino delicioso, al ritmo de un disco en el enorme y potente combinado, ella comenzó a danzar con mucha gracia hasta que de pronto, literalmente, se arrojó sobre mí, que por supuesto no logré corresponder a su deseo sino que tan solo pude sostenerla.
Igual seguimos viéndonos porque Mónica insistía con, al menos por ahora, una singular, excepcional y muy candente camaradería. Muchas veces nos veíamos en lo del escritor cordobés Roberto Anglade, que vivía cerca de la facultad de Letras, cuando todavía estaba sobre la avenida Independencia, donde Mónica estudiaba. En lo de Anglade pasábamos largas horas conversando de diversos temas, hasta que poco a poco ella empezó a sincerarse y nos habló de su participación en un grupo de estudiantes que después serían denominados subversivos. Y empezó a adoctrinarme con su ferviente y contagiosa militancia que en mi caso creo que tenía un único objetivo: que no me fuera de su lado.
Yo adherí de inmediato a lo que Mónica decía. Éramos marxistas, trotskistas y queríamos la revolución, pero yo lo tenía encanutado y lo supe con ella, que me fue presentando como su «poeta favorito» ante sus camaradas del recién surgido Ejército Revolucionario del Pueblo. Silvia Gatto, Sayo, Rina, Cacho, Rubén y Taco eran algunos de los tantos compañeros que andaban dispersos por los bares de Corrientes y que Mónica, o Coco, se encargaba de organizar. En el grupo estaba también su novio, o mejor dicho: su amante, que me enloquecía por su desmedida y evidente pasión hacia esa mujer fuera de serie, libre de celos hacia mí —al menos eso parecía— aun cuando captaba mi admiración secreta, jamás dicha, también hacia su hombre.
El tiempo entre nosotros transcurría veloz, casi vertiginosamente, hasta que un mes más tarde Mónica quiso pasar conmigo a otro tipo de acción. Luego de tantas charlas intercambiando ideologías libertarias, dijo que ahora el objetivo principal era aprender a manejar armas y me invitó al primer encuentro para comenzar a ejercer la práctica de tiro.
Yo sabía de armas porque, criado en la soledad inmensa de mi pueblo del Sur, había aprendido en el campo, especialmente durante las señaladas de vacas y caballos, a disparar escopetas, rifles y fusiles bajo la atenta vigilancia de mi padre. Y cuando se lo comenté a Mónica ella se emocionó, como si asistiera a una revelación más sublime que las que ocurrían en nuestros permanentes intercambios literarios.
Me dio las claves para el encuentro. La cita era en una quinta en Moreno. Habíamos sido convocadas unas veinte personas que a su vez, por medio de ella, seguíamos las instrucciones de otro grupo al que nunca pude ver porque así era la guerrilla: se organizaba en eslabones autónomos, secreta y estrechamente relacionados entre sí. Para llegar, cada uno lo hacía a su manera, nunca en grupo, y con un plano que circulaba disimuladamente.
Yo tomé un tren, con el mapa oculto dentro de una botamanga del vaquero. En la estación, antes de subir debía comprar tres kilos de pan y algunas docenas de facturas que colocaría dentro de una bolsa de arpillera, como un peón de campo, y tenía que quitarme los anillos y collares, y atar y esconder mi pelo largo debajo de una gorra a pesar del calor insoportable.
Al llegar a Moreno, subí al colectivo 2 hasta el km 37, donde debía bajarme y allí mismo prender fuego el papelito con el mapa. El campo entonces era agreste y salvaje. No había tantos ranchos ni villas como ahora. Apenas un asfalto angosto por el que muy de vez en cuando pasaba algún coche. El Oeste en esos tiempos parecía un desierto mongol con enormes torres eléctricas recién inauguradas, y a veces nada más. Solo esos olores y perfumes silvestres penetrantes a pasto y yuyo en una tierra evidentemente habitada por zorrinos, felinos y serpientes que jamás podrías ver aunque sentías su presencia, tan clandestina como la nuestra.
En ese kilómetro había apenas un par de troncos cortados donde me estaba esperando un tipo de los que yo no conocía y que era como me había informado Mónica: pelirrojo. De más está aclarar que fue solo ver a semejante adonis musculoso sentado sobre un tronco como Gérard Depardieu para sentir de inmediato encenderse un oculto escalofrío de deseo. Tengo que dominarme, pensé mientras él para colmo me guiñaba el ojo al recibirme. El Colo, como después oí que lo llamaban, trató de disimular un gesto de extrañeza al conocerme. Enseguida salimos de la ruta, caminando sobre un sendero apenas marcado por algunas pocas ruedas y la providencial sombra de una hilera por suerte larguísima de eucaliptos muy antiguos.
Anduvimos casi un kilómetro turnándonos para cargar la bolsa. Desde lejos parecíamos un cuadro de Van Gogh. Pasamos frente a un vivero japonés del que se habrían volado muchas semillas sembradas por el viento, ya que toda esa parte, incluso fuera de los alambrados, estaba cubierta por multicoloridas clavelinas ya medio marchitas por el calor de aquel verano. Las únicas flores frescas estaban ocultas bajo rectangulares carpas de plástico incluso tapadas con lona adentro, me contó el Colo, que a todas luces ya había estado en aquel lugar.
El sol ardiente del mediodía era casi insoportable. Falta poco, me dijo. Y de pronto, al doblar un recodo, apareció una especie de laguna natural creada por la lluvia dentro de un zanjón enorme como un cráter. El Colo se desnudó en un segundo dejando su ropa sobre algunas piedras para arrojarse a ese charco y chapotear con ese cuerpo espléndido ante mis ojos que trataban de ocultar la turbación. Pocos minutos después, ya refrescado, regresó y sin necesidad de secarse volvió a vestirse mientras seguíamos caminando. Yo lo miraba de reojo mientras proseguíamos la marcha. Hasta que finalmente, como en un pase de magia típico de las inmensidades, desde lejos se divisó el caserón.
Cuando llegamos abrimos las tranqueras de alambres oxidados y dos perros bochincheros salieron a recibirnos. También escuché los gritos de Mónica, ahí Coco, muy contenta de vernos. Coco me llevó hasta la parte trasera de la casa. Había dos coches y un par de motos refugiadas del calor bajo unos árboles enormes, y había un patio con una mesa improvisada con tablones sobre tirantes de albañilería muy usados. Dejá eso acá, me dijo, sacándome una miga de la boca. Apoyé la bolsa con los panes y las facturas. Alrededor estaban casi todos. Algunos se ocupaban de hacer fuego para el inminente asado. Íbamos a pasar la noche allí.
La casa era un chalet antiguo, descuidado y grande, aunque no lo suficiente como para albergarnos a todos. Tampoco estaba equipado. Había unos pocos muebles destruidos por el tiempo, algunas sillas y, en uno de los cuartos, una cama matrimonial que quizás por el peso no pudieron sacar de ahí. Un rato después, Mónica me diría disimuladamente que ese caserón había pertenecido a los abuelos del Colo. Ahí, en un entrepiso, había también un enorme piano tristemente destrozado y cubierto de nidos recién abandonados por su dueños alados que en el desbande habían perdido algunas plumas todavía suspendidas en el aire.
De los autos, algunos bajaban y traían la pila de colchonetas que después serían distribuidas en el living para que durmiéramos nosotros, los varones, entre lo cuales forzosamente tenía que asentir estar. Ellas, en cambio, pasarían la noche en dos dormitorios consecutivos y sin mayores problemas de espacio, porque no eran más que cinco. Volví al patio y miré a mi alrededor. Me llamó la atención un camarada que colgaba de los pinos varias bolas típicas de Navidad. el Tory, como lo llamaban, tenía unos anteojos que parecían pegados a su piel: jamás se le caían, a pesar de todos los movimientos que hacía y del propio sudor de esa hora bochornosa en la que ya podía olerse el perfume de la carne al cocinarse.
A su lado apareció Coco. Me hizo un gesto para que la acompañara hacia el coche en el que ella había llegado. En el camino quise abrazarla pero reprimí el gesto. Una noche, no sé por qué motivo, estábamos por entrar a un lugar cuando tomé a Mónica por la cintura. Ella llevaba un tapado con un enorme cinturón de charol que quizás me imantara los dedos, y por más trolo que yo fuera no dejaba de tener raptos impensados y caballerescos, como abrirle la puerta o llevarla rodeando sus hombros con mi brazo. Pero dejé de tener esos gestos, sobre todo el último, porque noté que ella se turbaba por completo. Esta vez, en el campo, también me reprimí. Coco abrió el coche. Debíamos bajar una caja de telgopor cerrada y llena de algo que, solo por adivinar, mencioné bajo el comentario cuánto hielo. Justamente todo lo contrario, respondió ella con una mueca extraña, hasta ahora nunca vista en ese rostro perfecto.
Adentro del auto, Coco sacó la tapa mientras repetía mirá: mirá bien. Ahí, bajo un grueso toallón, había tres revólveres y varias cajas de cartuchos. A las armas las carga el diablo pero a estas no, dijo Coco con su eterna sonrisa lindando en plena carcajada. Las llevamos al patio trasero y nos sentamos a almorzar. Recién después nos preparamos para la faena. Las armas ya estaban listas, se las iban pasando uno a otro y todos, por turnos, empezamos a disparar apuntando a las bolas de Navidad que había en los árboles. Al comienzo acertaban pocos, y Coco estaba entre ellos: cada vez que gatillaba una esfera perfecta caía hecha trizas. Coco sabía. Era una de las que coordinaba al grupo, por no decir la propia líder. Cuando me tocó a mí, en el primer disparo no pude ni siquiera rozar el objetivo, pero de inmediato, sin pausa, volví a gatillar y logré dar en el blanco. Ella estalló de alegría. Lo había conseguido, por lo tanto la prueba, al menos para mí, estaba superada.
Los otros siguieron un par de horas más hasta que empezó a anochecer. Dos compañeras y el Tory, el de los anteojos, deberían continuar al día siguiente. Pero ahora era momento de parar. Podíamos tomar unos refrescos y cervezas, aunque sin exagerar, y debíamos encarar el calor y los mosquitos, que eran realmente insoportables. Una camarada encendió espirales dentro y fuera de la casa, alguien sacó una guitarra y varios se pusieron a cantar mientras entrábamos en la noche. Para el que quisiera había carne fría que estaba más deliciosa aún con esos panes que yo mismo había comprado. Una tremenda luna llena nos permitía contemplar aquel inolvidable cielo cubierto de estrellas y su horizonte sin fin iluminado. Miré a Coco. Su novio no había podido venir, quién sabe por qué; no se me ocurrió preguntar nada al respecto y tampoco tenía ganas de hacerlo entonces. Estábamos extenuados. Era momento de decir buenas noches.
Aproveché una colchoneta que estaba cerca de la puerta. Me acosté. Los compañeros se desvestían y usaban sus ropas como almohada. Nadie hacía bromas; todos compartían el espacio sumidos en un susurro secreto de complicidad generalizada. Para mí era casi tremendo ver aquel grupo de hombres tan apuestos como Dios los trajera al mundo, pero tenía que disimular abanicándome con un cartón providencial ya que hacía más de treinta grados y no corría una sóla gota de aire.
Enseguida casi todos se durmieron, incluso alguno roncaba. Pero yo no podía dejar de fumar, por lo que decidí salir a dar una vuelta bajo la luna llena. Entonces vi a El Colo que estaba debajo de las parras llenas de uvas mirando hacia lo lejos, algo achispado, bebiendo una de las pocas cervezas que quedaban. Me llamó con un gesto. Al acercarme vi que estaba súper excitado y sin mediar palabras consumamos un recíproco deseo por el que, al finalizar, el Colo pareció sentir vergüenza. Entonces me pidió que tratara de quedarme un rato afuera así lograba escabullirse hacia el dormitorio colectivo.
Ahora yo ni pensaba en dormir. La luna llena me dejaba insomne y cada vez más ansioso en semejante situación. Para colmo por mi hermafroditismo congénito los pechos se me habían redondeado como siempre pasa por la influencia lunar sobre mis hormonas mayormente femeninas. Cuando el chongo ve algo como yo, una marica mujer, responde de un modo atávico porque no siente que está con un travesti o con un puto: está con una mujer, con una guerrillera del amor que en noches como esta tiene la concupiscencia de una diosa.
Caminé junto a dos perros silenciosos que me miraban con sus ojos de espejo plateados. No podía creer lo que había sucedido. Me dió hambre y saqué algunas de las facturas guardadas para el desayuno. Hasta que más o menos una hora después vi salir a alguien que iba a orinar rumbo a los yuyos. No, no, no, pensé. Sería una locura. Pero él me vio y me llamó con un silbido y con ese gesto de complicidad típico de estos casos. Ahí tampoco intercambiamos una sola palabra. Resulta innecesario hablar en ciertas inolvidables ocasiones. Todo ocurrió rapidísimo como si fuéramos dos sonámbulos satisfaciendo mecánicamente sus deseos.
Después él se fue sin siquiera mirarme y quedé yo sola a la medianoche, intentando calmar mi paranoia pero con la seguridad, también, de no haber sido visto por nadie desde la casa y de que ellos no se contarían mutuamente que habían estado conmigo. Terminé creyendo que todo pasaría desapercibido y sacando la colchoneta hacia la galería donde al fin corría algo de viento milagroso.
Ni sé cómo logré dormirme. Pero de pronto se escucharon gallos avisando la llegada del domingo. Largo rato después ya estábamos todos desayunando. Coco se había puesto un par de anteojos negros que acentuaban su enigmática belleza. Al terminar de comer se levantó de la mesa y me pidió, con parsimonia, que la acompañara hasta una especie de aljibe seco en el que yo ni había reparado. Una vez allí comenzó su diatriba mientras repetía una palabra que nadie antes me había dicho: sórdido, sórdido a más no poder. No uno sino dos. Sórdido. Nunca logré entender cómo se había enterado, pero eso ya no importa. Tampoco importa mi salida casi corriendo por el mismo camino en aquella mañana, sin saludar a nadie.
Un paisano regando en el vivero me informó que recién a las nueve pasaba el ómnibus rumbo al centro de Moreno. Faltaban casi dos horas. A lo lejos vi venir un pequeño camión. Hice dedo y enseguida se detuvo. Subí en la parte trasera repleta de cajas con verduras, y mientras me alejaba comencé a sentir que Coco y toda esa experiencia pronto serían parte del pasado. Pensé que ya no me quedaba más que sumergirme en mi corazón anarco imperial, gobernado por las artes y mi vida bohemia de Amor y Paz, y al pensarlo ni siquiera sospeché que de algún modo estaba simple pero para nada milagrosamente salvándome la vida.
Cuando al final llegó el tren, caminé por los vagones vacíos mientras tomaba la decisión de irme cuanto antes del país, como ya lo habían hecho otros amigos fugitivos de la represión cada vez más encarnizada no solo con los guerrilleros sino con los locos como Tanguito, que fue asesinado por la policía de López Rega. Te van a matar también a vos, me había dicho mi papá y entonces me fui a Brasil, que queda cerca pero es al mismo tiempo inmensamente lejano.
Una vez allí, terminé por olvidar esta historia o al menos no volví a hablar de ella hasta que mi corazón mamut, que todo recuerda, me hizo escribir esto acaso para comenzar a comprender qué pasó, aunque aún no lo logre. Estas cicatrices invisibles son las más duras de hallar y de cerrar, quizás porque no sé en qué parte del alma se han incrustado como trofeos hasta que al final las veo y decido hablar de ellas para quitarme de encima algo que no es un peso, no. Se parece a unas alas.