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Hola a todos! Soy Albert Casals, y si estáis leyendo esto es gracias a que alguien decidió algún día que colocar ordenadores con internet gratuito en todas las bibliotecas de Australia era una idea genial. Y también, obviamente, porque después de ocho meses de viaje, Anna y yo hemos logrado llegar a dichas bibliotecas.
Como seguramente ya sabéis, a finales de septiembre de 2010 los dos salimos de nuestras casas en Barcelona con treinta euros en los bolsillos y una idea que parecía prometer bastante diversión: llegar a la otra punta del mundo sin nada más que nuestras mochilas, sin dinero y sin ningún tipo de plan. Después de unos minutos ante el mapa del mundo del Google, quedamos convencidos de que nuestra aventura no podía entrañar excesiva dificultad: al fin y al cabo, el mundo esta lleno de carreteras, que a su vez están llenas de coches esperando a que te decidas a emprender un viaje en autoestop, y el mar esta lleno de barcos y de intenciones igualmente amistosas. ¿Que podía salir mal?
Muchos habrán leído algunas de nuestras aventuras de la mano de nuestros amigos Adrià Cuatrecases y Víctor Correal, y con suerte se habrán dado cuenta de que, con algunas pequeñas y totalmente impredecibles excepciones, las cosas no fueron tan distintas de como las habíamos imaginado.
Cierto, hubo algunos detalles sin importancia que no habíamos calculado: el hecho totalmente incomprensible de que el gobierno iraní se niegue a dejar entrar en su país a turistas sin visado, la inicial ausencia de empatía de los capitanes de barco hacia los polizones ilegales, o el hecho de que Kazajistán, que comparte frontera con Rusia, alcance los veinticinco grados bajo cero en invierno (uno pensaría que los cálidos climas tropicales, con sus playas y palmeras, son una idea lo bastante sensacional como para eliminar cualquier rastro de competencia; pero no, hay países donde la gente se empeña en que nieve año tras año).
El caso es que, pese a algunos de estos pequeños percances (que, como habéis visto, nada tienen que ver con nuestra falta de previsión), al final hemos terminado por dar con Australia, que parece ser el último país antes de que lleguemos a Nueva Zelanda y nos quedemos sin un sitio más lejano al que llegar.
A lo largo de nuestro viaje hemos gastado menos de treinta euros; ni una sola vez hemos pedido comida; ni una sola noche hemos pedido un techo bajo el que dormir. Y sin embargo, todos y cada uno de nuestros días hemos comido, hemos dormido, hemos sonreído, hemos avanzado; y, lo que es más importante, hemos conocido a todos aquellos amigos que han hecho eso posible.
Todavía no sabemos si llegaremos a Nueva Zelanda, ni tampoco qué es lo que nos encontraremos allí… pero, mientras tanto, tengo una biblioteca con internet y varias horas libres para hablar de un país sobre el que aún no os he contado nada: Australia.
Si no recuerdo mal, lo último que sabíais de nuestro recorrido es que nos disponíamos a cruzar a China huyendo del frío invernal. Y cruzamos. Y nos encontramos con trenes llenos de agua negra estancada goteando desde los servicios, y escribimos cartas interminables traducidas al chino como único método de comunicación viable.
En China vivimos cientos de experiencias interesantes, y cuando llegamos a Laos nos sucedieron otras tantas. Tailandia, Malasia, Indonesia, todos estos países fueron realmente apasionantes, pero afrontemos la realidad: no puedo hablar de todos ellos. ¿Cuantas páginas necesitaría para contaros el día en que nos quedamos atrapados en medio de una secta religiosa en Sumatra, cuyo líder era —supuestamente— poseído por un espíritu durante cuatro horas al día, mientras sus fervientes seguidores escuchaban sus gritos y alaridos incomprensibles con absoluta devoción? ¿O qué hay del día en que, en la misma isla, me trajeron a un hospital y me dieron una inyección de adrenalina cuando, según los médicos, me quedaban apenas cinco minutos de vida antes de morir asfixiado por mi propia lengua, hinchada a causa de un ataque de alergia desconocida? Por no hablar del día en que logramos colarnos en un vagón de un tren de carga, o de la noche en medio de una granja de aceite de palmera jugando a voleibol con los trabajadores indonesios… Y eso es solamente una isla de un país de un pequeño fragmento de nuestro trayecto.
No, es mucho más sencillo ir directamente hasta el final, y eso significa hablar de canguros (normalmente, muertos) y de indígenas con resaca, de caos y de confusión, y de un país que no te deja saber si te encuentras en Occidente o si todo el mundo te está gastando una broma a tus espaldas. Me refiero a Australia, naturalmente.
Lo que pasa con Australia es que hay dos países en uno. Como dicen los propios australianos, de un lado se encuentra el «wild, wild north» y del otro, todo lo demás. Y por muchas ideas preconcebidas que uno pueda tener antes de llegar al norte de Australia, nada te puede preparar para lo que te vas a encontrar cuando trates de atravesarlo, tal y como hemos hecho nosotros durante estos últimos días.
Por un lado están los canguros, claro. Desde Europa, por lo menos, yo siempre había visto a los canguros con respeto, como todos esos animales raros que solo encuentras en un único país. Osos panda, canguros, kiwis, koalas… no sé, son los típicos animales que imaginas refugiados en un área diminuta del mundo, al borde de la extinción, y con cinco veterinarios cuidando de cada uno de ellos sin descanso. Yo imaginaba que, igual que no vi ningún oso panda en China, tampoco vería ningún canguro en Australia. Quizás me creía lo bastante afortunado para divisar uno o dos; obviamente me equivocaba.
Tal y como no tardé en descubrir, los canguros no solo son el animal más estúpido del planeta, sino que también son una verdadera plaga.
De hecho, Australia tiene tantos canguros que es difícil caminar durante más de cinco minutos sin asustar a tres o cuatro. Y es que una de las peculiaridades de los canguros es que se asustan con facilidad, y en la dirección errónea. No, no es broma. Si te paras a pensarlo detenidamente, todos los animales del mundo, cuando se asustan, salen corriendo en dirección opuesta a aquello que los ha asustado. Es un sistema probado, universal, eficaz, y que ha funcionado a lo largo de milenios de supervivencia y evolución darwiniana. Pero, aparentemente, los canguros olvidaron esto en algún punto de su escala evolutiva. Fuera por la razón que fuera, todos los canguros del mundo han decidido que la mejor manera de reaccionar ante aquello que les produce miedo es dirigiéndose hacia ello a toda velocidad y sin dudar. Una idea que filosóficamente puede tener su sentido, ciertamente, pero que en la práctica acaba resultando en una cantidad indecente de canguros aplastados en la carretera. Si hay una imagen que siempre voy a asociar con Australia, es la de un canguro saliendo de entre los matorrales del lado de la carretera para dirigirse a toda velocidad hacia su muerte bajo las ruedas de un camión australiano.
Lo peor es que, por mucho que te esfuerces, evitar el asesinato de los canguros es totalmente imposible. Los canguros son tan astutos en sus intentos de suicidio, que se esperan en silencio y con total quietud entre las hierbas altas, de manera que cuando el conductor se acerca a su posición y ellos salen disparados hacia el vehículo, no queda otra alternativa que seguir adelante y aceptar que, por tu culpa, en Australia queda un canguro menos. (Por fin entiendo por qué Australia es el país más avanzado del mundo en cuanto a leyes pro eutanasia, como demuestran las famosas prácticas del doctor Kevorkian.)
En cualquier caso, lo más terrible es que la muerte constante de los canguros no parece importar a nadie, y tampoco les culpo: al ritmo al que se reproducen, si no fuera por sus tendencias suicidas, a estas alturas Australia ya se encontraría completamente infestada por los de su especie. Son tan abundantes que los niños del norte se dedican a capturarlos y torturarlos por mera diversión, con la misma naturalidad con la que los niños europeos matan a los enemigos de un videojuego. Y en cierto modo les comprendo, ¿cómo se puede sentir empatía hacia un animal que se dirige hacia su torturador con total alegría, nada más verlo?
Lo mejor de todo es que los canguros no son la única cosa sorprendente del norte de Australia. A su lado se encuentran los aborígenes australianos, que son tan o más fascinantes. Resulta que el gobierno de Australia decidió, en algún momento del pasado, que lo mejor que podía hacer para sacarse de encima a todos aquellos molestos aborígenes (que trataban de reclamar las tierras que los blancos les habían robado) era sobornarles y emborracharles. Al fin y al cabo, en aquella época los genocidios aún no estaban muy de moda y, dado que tampoco había tantos indígenas en Australia, el gobierno redactó las leyes necesarias y se hizo oficial su destino.
Y efectivamente, aún hoy, todos los aborígenes de Australia cobran una cantidad de dinero semanal más que aceptable a cambio de no hacer nada, cantidad que muchos de ellos dilapidan de inmediato y sin dudarlo en alcohol, ya que ni siquiera tienen cosas como una casa propia, ni quieren tenerla. Por supuesto, cualquier definición que se refiera a una etnia en general tiene poco sentido a causa de las innumerables excepciones, pero en este caso las condiciones sociales y políticas contribuyen a que la cantidad de aborígenes borrachos (y amables, eso hay que reconocerlo) que encuentras en las calles del norte de Australia a menudo tienda a superar la de aborígenes sobrios.
Australia es un lugar realmente interesante, y durante nuestro paso por el país hemos podido observar que eso no solo se limita a indígenas y canguros. La cantidad de cosas que son diferentes o extravagantes en Australia es casi interminable (competiciones de persecución de cerdos, deportes impronunciables que solo ellos conocen, un nivel de vida occidental lleno de cultura abierta y relajada, propia de los países no occidentales), pero la verdad es que, en conjunto, todo eso es lo que convierte Australia en un lugar realmente especial.
Los días que pasamos con una familia de «bushies» (no, no son republicanos americanos; en Australia, los bushies son aquellas personas que no residen en las ciudades, sino que habitan en medio de la nada, fuera de la civilización, o literalmente en los arbustos) fueron probablemente los más surrealistas de todo el viaje, con las mañanas persiguiendo canguros con los niños y las noches jugando a la Playstation del salón. Todo ello dotado de una mezcla de culturas que, dentro de su incongruencia, tenía un encanto innegable. ¿Quién no ha querido vivir en un país donde la gente sea tan abierta y simpática como fuera de Occidente, donde el autoestop sea el pan de cada día, y donde todo el mundo considere que acampar en un parque por diversión es la cosa más normal del mundo? ¿Quién no quisiera todo esto, pero sin molestias innecesarias como la ausencia de agua caliente, las carreteras llenas de baches o la falta de videojuegos?
Quizás es que, a medida que se acerca el final del viaje, empiezo a ponerme nostálgico (o quizás es que, sencillamente, Australia es uno de los únicos países del mundo donde puedes hacer cosas como dormir dentro de un barco que se encuentra encima de un camión. Un barco. En un camión. ¿Qué puede ser mejor que eso?). Pese a que ya son más de cinco años viajando y cerca de sesenta países visitados haciendo autoestop, cada vez que me acerco al final de otro viaje me vuelvo a preguntar dónde han ido a parar todos esos meses que se supone que he estado viajando. Sea como sea, lo cierto es que pronto ya no quedará otro sitio adónde ir (aparte de la Antártida, claro, pero eso lo tengo algo más adelante en mi lista de planes). Tanto si conseguimos llegar a la otra punta del mundo como si no, lo cierto es que dentro de poco nos encontraremos de vuelta a casa para descansar, y para planear los próximos viajes, naturalmente. Lo único bueno de regresar a casa es que no tienes otra cosa que hacer que planear tu próxima aventura. ¿Un viaje desde Barcelona hasta Madagascar en autoestop? ¿Una travesía hasta Corea pasando por Rusia y Mongolia? Al final, lo único que realmente importa es que vaya a donde vaya, pase lo que pase, haré lo que me haga feliz.
Y hasta que nos encontremos de viaje, espero que vosotros hagáis lo mismo. ¡Mucha felicidad!