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Papelitos: una fábula económica

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Hernán Casciari
En medio de la última debacle económica, cuando los noticieros solo hablaban de default y deuda pública, Hernán Casciari descubrió con vergüenza que no entendía nada sobre el mundo bursátil. Y se preguntó si a otros adultos no les estaría pasando lo mismo.

Érase un pueblo tranquilo en el que habitaban muchos vecinos tranquilos. Todos llevaban una vida agradable y sencilla y cada uno deseaba prosperar. Pepe era uno de ellos. Una tarde Pepe salió a caminar por el pueblo y tuvo sed. Siguió caminando y tuvo más sed. Cuando volvió a su casa, y mientras descorchaba una botella, descubrió algo que nadie había descubierto antes: en el pueblo no había bares. Pepe pensó que si montaba un bar podría ser feliz y hacer felices a otros dándoles de beber. Y además, ganar dinero.

Durante dos noches Pepe hizo un listado de lo necesario para montar el primer bar del pueblo: primero necesitaría diez mil monedas para comprar mesas, sillas, copas, bebidas y un palenque para que los parroquianos dejaran sus caballos; después le harían falta dos semanas para convertir su casa en un bar; y más tarde otras dos semanas para tener las mesas repletas de vecinos sedientos. Su amigo Moncho, que esa tarde pasaba por allí, le dio un excelente nombre para el bar.

Por supuesto, Pepe no tenía diez mil monedas, pero durante la noche se le ocurrió una buena forma de conseguirlas. La tarde del sábado recortó mil papelitos y escribió en cada uno de ellos «Próximamente, Bar de Pepe». El domingo, después de misa, se fue a la plaza del pueblo vestido con su mejor traje:

—Queridos vecinos, voy a montar un bar a las afueras del pueblo —dijo, y todo el mundo dejó de conversar para mirarlo.

—¡Qué gran idea! —exclamó Ramón, con su cigarro en la boca.

Pepe se sintió cómodo con la atención de todo el mundo y mostró en abanico los papeles recortados.

—Cada uno de estos mil papelitos cuesta diez monedas —les dijo Pepe a sus vecinos—. Quien me compre un papelito deberá guardarlo y no perderlo, porque de aquí a un mes, cuando mi bar comience a dar ganancias, entregaré doce monedas por cada papelito que vuelva a mis manos.

—¿Pero no costaba diez monedas cada papelito? —preguntó Moncho, al que todos tenían por el tonto del pueblo— ¿Por qué vas a regalar dos monedas?

—No es regalar, Moncho, es compensar. Compensaré a los que me ayuden a cumplir mi sueño, que es el de tener un bar en las afueras del pueblo.

—Tiene sentido —dijo el Alcalde—, mucho sentido.

—Me parece muy bien —sopesó Ernesto, que era rico y entendía de negocios.

—¡Qué gran idea! —dijo el cura Francisco, y rebuscó en sus bolsillos.

De ese modo tan simple, y en una sola mañana de domingo, Pepe consiguió el dinero para montar un bar: entre todos le entregaron diez mil monedas exactas por la venta de mil papelitos exactos.

—Yo le compré dos papelitos —dijo Sabino, que era pobre y optimista.

—¡Yo treinta y seis! —exclamó Quique, que era codicioso y altanero.

—Yo le compré cinco papelitos, y pienso emborracharme en ese bar para celebrar el negocio más fácil de mi vida —dijo Luis.

Y todos rieron.

Pepe se fue a su casa ese domingo con las diez mil monedas y se durmió pensando en su bar.

El lunes por la mañana viajó a la gran ciudad y compró madera para construir un mostrador robusto. Volvió a su casa y se puso a trabajar. No pasó por la plaza del pueblo en toda la semana. Es decir: no se enteró de que había encendido, entre sus vecinos, un extraño furor por los papelitos

Primera semana

La plaza del pueblo estaba llena de gente, muy raro para un lunes. Varios vecinos habían pasado la noche entera recortando y escribiendo sus propios papelitos, porque habían descubierto que también ellos tenían proyectos y sueños.

Unos papelitos decían «En breve Heladería de Horacio».

Otros decían «Muy pronto Peluquería de Carmen».

Incluso algunos decían «Moncho hará viajes a la Luna».

La plaza se convirtió en un lugar atestado: los vecinos se subían a las farolas, o se trepaban a la fuente, para comprar o vender porciones de sus proyectos.

Esto ocurrió el lunes y el martes fue todavía peor. El miércoles ya no se podía caminar por la plaza. El Alcalde tuvo que poner orden y habilitó un lugar cerrado para que los vecinos pudieran reunirse sin destrozar los espacios públicos. Este pequeño local se inauguró el jueves por la mañana y fue bautizado con el nombre de Salón de los Papelitos.

Y así ocurrió que el viernes todos los que tenían un sueño, o un proyecto, ya habían conseguido las monedas necesarias y se habían puesto a trabajar. Horacio buscaba sabores para su heladería, Pepe serruchaba la madera de su bar, Carmen afilaba tijeras para su peluquería y Moncho compraba dos caballos para hacer viajes a la Luna. Solamente quedaban, en el Salón de los Papelitos, un puñado de vecinos que nunca había tenido sueños ni proyectos. Lo único que tenían estos vecinos eran papelitos.

—Necesito dinero para cigarros —se quejó Ramón en voz alta—. Hace unos días le cambié este papelito a Pepe por mis únicas diez monedas, pero la tabaquería de Raúl no me acepta papelitos.

—¡A mí me pasa lo mismo! —dijo Luis— ¡Quiero ir al cine y tengo los bolsillos vacíos!

—En tres semanas Pepe le dará doce monedas a quien le devuelva este papelito —dijo Sabino, con los ojos brillosos—. Yo vendo mi papelito, ahora mismo, por nueve monedas.

—Trato hecho —exclamó Ernesto, que era rico pero quería serlo todavía más, y le arrancó el papelito de las manos a Sabino.

Ramón y Luis también vendieron su papelito por menos de diez monedas y, mientras uno corría a comprar cigarros y el otro al cine, los demás vecinos vieron que aquella era una nueva forma de comprar y vender papelitos, aunque ya no hubiera soñadores ni proyectos.

Algunos se subieron a las sillas, otros a las mesas, y empezaron a ofrecer lo que tenían.

—¡Cambio cuatro papelitos de Horacio por dos papelitos de Carmen!

—¡Entrego ocho papelitos de Moncho y mi caballo por cincuenta monedas!

Cuando entró al Salón el cura Francisco, todos hicieron silencio.

—El día que Moncho puso a la venta sus papelitos —dijo el cura—, yo le compré algunos porque Moncho es tonto: los vende a siete monedas y devolverá quince. Pero ahora necesito monedas para arreglar la campana de la Iglesia. Pongo a la venta mis papelitos de Moncho a seis monedas cada uno.

—¿Cuál es el proyecto de Moncho, padre? —preguntó Quique.

—Está construyendo un carro muy largo, tirado por dos caballos, para hacer viajes a la Luna.

Quique hizo un gesto negativo.

— ¿Y si te los dejo a cinco, hijo? —regateó el cura Francisco.

—Los compro por cuatro, padre —dijo Quique.

—¡Ah, Dios te bendiga!

La segunda semana

Habían pasado solo siete días y el hogar de Pepe ya no parecía una casa. En el comedor había una barra de madera lustrada, el baño se había convertido en dos baños y las paredes estaban a medio pintar de azul marino. Pepe estaba feliz, y ya estaba pintando el cartel luminoso de su flamante bar.

Como aún no había bajado al pueblo, seguía sin saber que la vida de sus vecinos se había convertido en un ir y venir de papelitos que cambiaban de precio y de dueño.

Incluso el Alcalde, después de conversarlo una noche con su edecán, decidió sumarse a la nueva moda. La mañana del segundo lunes salió al balcón con un megáfono y dijo:

—Vecinos, la plaza quedó estropeada. Necesito recaudar fondos para reparar la fuente, renovar las farolas y, por qué no, para comprarme una diligencia. Desde este momento saco a la venta mil papelitos oficiales, cada uno cuesta un caballo. Cuando la fuente eche agua, las farolas den luz y mi diligencia me lleve lejos, devolveré dos caballos por cada papelito. Los papelitos oficiales están a la venta. ¡Corran, corran que se acaban!

Los papelitos del Alcalde se esfumaron en tiempo récord en el Salón de los Papelitos: todos en el pueblo entregaron sus caballos y las tareas cotidianas empezaron a hacerse de a pie.

Las compras y las ventas de papelitos eran un caos y no alcanzaban los lápices para apuntar quién era el dueño de qué. Algunos papelitos eran muy deseados: por ejemplo los de Pepe, que trabajaba día y noche en su proyecto. Pero a otros papelitos no los quería nadie: por ejemplo a los de Moncho, puesto que su artefacto para hacer viajes a la Luna, por el momento, solo eran dos caballos flacos unidos a un carro, y a otro carro, y a un tercero. Nadie creía que Moncho pudiera cumplir su sueño.

Ernesto, el vecino rico, había comprado papelitos sin ton ni son durante la primera semana, y ahora los papelitos de Moncho le quemaban en las manos. Pero como también tenía papelitos de Pepe, inventó algo que bautizó «los fajos de Ernesto». Eran paquetes cerrados con cien papelitos de proyectos variopintos; por ejemplo, diez papelitos de Pepe y su bar, veinte de Horacio y su heladería, y setenta de Moncho y su extraño vehículo para hacer viejas a la Luna.

Durante todo el jueves los Fajos de Ernesto tuvieron gran éxito entre los vecinos del pueblo que buscaban como locos papelitos de Pepe, pero el viernes Quique descubrió el truco y lo dijo públicamente en el Salón:

—¡Cuidado, vecinos! Los Fajos de Ernesto a veces vienen con papelitos de Pepe o del Alcalde en la parte de arriba, y eso está muy bien, pero al fondo del fajo hay un montón de papelitos de Moncho, que jamás hará viajes a la Luna. Les propongo que, antes de comprar Fajos de Ernesto, pasen por mi casa para que los aconseje. Mi tarifa por cada consejo son seis monedas, o dos papelitos de Pepe.

Durante el resto de esa semana, y la siguiente, los compradores de papelitos consultaron siempre a Quique antes de comprarle fajos a Ernesto.

Ernesto y Quique, que habían jugado al mus durante años en el centro recreativo, dejaron de hablarse para siempre.

Tercera semana

Cuando comenzó la tercera semana los vecinos del pueblo descubrieron que algunos proyectos ya estaban casi terminados, y en cambio otros seguían en pañales.

A Pepe solo le faltaba montar el palenque para que los caballos de los clientes pastaran fuera y Horacio había conseguido —con éxito— batir leche y frutas para su heladería. Pero Carmen todavía no había encontrado un buen local para instalar su peluquería. Y qué decir de Moncho: sus caballos estaban cada vez más lustrosos, porque los cepillaba día y noche, y había conseguido atarlos a cuatro carros, pero no parecía que ese artefacto pudiera volar.

Los vecinos que tenían papelitos de Moncho estaban inquietos y ya no lograban vendérselos a nadie. Hasta que apareció Quique con una gran idea:

—¡Oigan!—dijo Quique—. Aquellos que todavía tengan papelitos de Moncho, yo les puedo vender “Tranquilidad de Quique” para esos papelitos…

—¿De qué hablas? —preguntó Raúl, que tenía varios papelitos de Moncho.

—Muy fácil. Tú me pagas dos monedas cada noche, de aquí a fin de mes, y si Moncho no consigue hacer viajes a la Luna y no puede devolverte las quince monedas que prometió, yo te daré esas quince monedas. Justo lo que él debía pagarte.

—¿Aunque el viaje a la Luna fracase?

—Aunque fracase.

—¡Tremenda idea! —dijo Sabino—. Así nos sentiremos mucho más tranquilos y podremos comprar más papelitos.

—Por eso se llaman “Tranquilidad de Quique” —dijo Quique, con una sonrisa, y muchos vecinos empezaron a pagar dos monedas cada noche por esa tranquilidad.

En medio de la euforia por los papelitos, nadie en el pueblo se dio cuenta de que el Alcalde ya no se dejaba ver por el Salón de los Papelitos, ni tampoco había reparado las farolas ni la fuente de la plaza. El Alcalde había cumplido una parte de su promesa: se había comprado una diligencia y había desaparecido del pueblo con los caballos de todo el mundo.

El edecán, que había sido la mano derecha del Alcalde, decidió hacer algo para que nadie descubriera la ausencia de su jefe. Y su idea fue estupenda. Trajo al Salón de los Papelitos una pizarra y empezó a ponerle una nota (del uno al diez) a cada uno de los proyectos del pueblo.

Al bar de Pepe le puso un ocho, a la peluquería de Carmen un cinco, a la heladería de Horacio un siete, al vehículo para hacer viajes a la Luna de Moncho un dos y —haciéndose el distraído— a las reformas de las farolas de la plaza les puso un nueve.

—¿Y esto qué significa? —preguntaron todos.

—Es para que nadie compre papelitos sin saber si podrán recuperar sus monedas o sus caballos —dijo el Edecán—. Lo hago por ustedes. Confíen en estas notas.

Todos los vecinos agradecieron la ayuda y, esa tarde, se revendieron, a precio muy alto, muchísimos papelitos del Alcalde.

Última semana

Cuando llegó el día de la inauguración del bar, Pepe se levantó temprano y caminó tranquilamente hasta el pueblo. De lejos vio la fachada de su bar, con el cartel luminoso a todo trapo. El bar se llamaba La Luna, como lo había bautizado Moncho el primer día. Ahora ya no faltaba nada más, solo que llegaran los clientes.

Recorrió las cinco leguas hasta el pueblo colocando carteles por todas partes. «Bar La Luna, abierto desde esta noche».

Durante su caminata hasta el pueblo Pepe fantaseó con que, de allí en adelante, docenas de vecinos irían a caballo a su bar y todos serían felices conversando y bebiendo. Pero cuando llegó a la plaza parecía que por allí hubiera pasado una guerra.

Las farolas y la fuente de la plaza estaban destrozadas. Los vecinos caminaban en círculos hablando solos, y había corrillos de hombres y mujeres discutiendo y peleando.

—¿Qué ha pasado aquí? —le preguntó Pepe a Horacio.

—Todo el mundo enloqueció con los papelitos —dijo Horacio—. Con los míos, con los tuyos… ¡Con todos! De pronto empezó a haber más papelitos que monedas, desaparecieron los caballos, el Alcalde se escapó del pueblo, los vendedores de fajos de Ernesto y de Tranquilidad de Quique se escaparon por la noche y todo el mundo está en la ruina…

—¿Qué es Fajos de Ernesto y Tranquilidad de Quique?

—Es muy largo de explicar, Pepe —dijo Horacio.

—¿Y tu heladería, y la peluquería de Carmen?

—Mi heladería fracasó: no hay caballos para ir a buscar el hielo a la ciudad. Y Carmen no tiene clientes, ¿no ves todos se están arrancando los pelos con sus propias manos?

—Necesito una bebida —dijo Horacio.

—Tengo la garganta seca —dijo Luis, que pasaba por allí.

—¿Has abierto ya tu famoso bar? —preguntó Sabino.

Pepe supo que, sin caballos en el pueblo, nadie podría ir nunca a su bar de las afueras, y entendió también que jamás podría devolver las diez mil monedas a nadie.

Y entonces vio, en el medio de la plaza, a Moncho. Sus caballos eran los únicos que quedaban en el pueblo, y arrastraban tres carros con dos ruedas cada uno, en forma de tren. Allí se iban subiendo muchos vecinos. Otros hacían una larga fila para esperar subir.

—¿A dónde los llevas? —le preguntó Pepe a Mocho.

—¡A tu bar! —dijo Moncho—. ¡A la Luna!

Un cartel, colgado en la fuente rota, decía:

«Moncho hace viajes a la Luna, salidas cada dos horas».

—¿Sabías que iba a ocurrir esto? —le preguntó Pepe, abrazándolo— ¿Sabías que todos se iban a quedar sin caballos?

—No —dijo Moncho—. Solamente sé que la gente puede ir a un bar con su caballo, pero no puede volver de un bar con su caballo. Y como yo no bebo, pensé que podría llevarlos y traerlos.

Pepe se subió al primer carro y grito:

—¡Vamos a la Luna! ¡Bebidas libres el primer día!

Y todo el pueblo aplaudió.

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