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Buenos Aires, invierno de 1935. Mientras en el mercado, en los cafetines y en cada rincón de la ciudad los porteños no terminan de llorar la muerte de Carlos Gardel, un mago de origen chino, pálido y silencioso, deslumbra a chicos y grandes en el teatro Avenida con prodigiosos pases de magia. El mago se llama Chang. Todos los magos chinos se llaman Chang. Y todos llevan kimono. Este, en particular, lleva un kimono de seda natural con dragones bordados a mano. Marketing étnico. Cada noche la gente lo aplaude a rabiar, porque Chang es capaz de hacer que las cosas aparezcan y desaparezcan en cuestión de segundos, como si las tragara la cuarta pared del tablado.
Ver para creer, pero todo el mundo se deja llevar. Cuanto más grande la ilusión, mayor la fe del iluso.
Entre los ilusos que pagaron la entrada para ver al genial Chang hay un pibe en la platea que no quita los ojos del mago, atento a cada gesto, a cada movimiento de sus manos. El pibe se llama Héctor René Lavandera, y a partir de este instante solo le importará una cosa en el mundo: que el mago Chang lo haga más lento, para que él sea capaz de ver el truco. «Más lento, Chang; más lento», repite el niño. «¿O no se puede hacer más lento?».
Desde ese día extraordinario, una sola idea obstinada lo perseguirá para siempre: llegar a ser, alguna vez, como el gran Chang. Convertirse en Chang, sin kimono. Mira a su padre Antonio remendar zapatos y se pregunta por qué su padre no será Chang. Un amigo de la familia le enseña un truco simple: esconder una carta, que la carta parezca perdida y después, cuando todos hayan comprado el boleto, sacar la carta de un bolsillo, como si nada. Magia.
Ahora el pibe lleva un mazo de naipes a todas partes y practica el truco; lo hace en los recreos o escondido en el baño, para que nadie descubra el artificio. El truco del pañuelo, sale. El de la moneda, también. No será Chang, pero René empieza a sentirse un mago.
Tandil, invierno de 2010
René Lavand habla pausado y cada tanto clava los ojos en el interlocutor, como una lechuza. De a ratos mira el fuego del hogar en su cabaña tandilense, a la que un cartel de troncos identifica en la entrada como «La Strega» —las brujas, en italiano— en honor a la obra del violinista genovés Niccolò Paganini, un virtuoso con síndrome de Marfán: sus manos medían cuarenta y cinco centímetros. Se llegó a decir que Paganini había hecho un pacto con el diablo por su asombrosa técnica y sus adelantos musicales.
Otro cartel escrito en cursiva y pintado en madera, al costado de la cabaña, cita a Hamlet: «¡Oh Dios! Podría encerrarme en una cáscara de nuez y considerarme Rey del espacio infinito».
René bebe en pequeños sorbos una copa de vino y se moja los labios con la lengua, un gesto que repite de vez en cuando, aunque no esté tomando nada.
En un rincón, junto a un ventanal, se planta «Milagro verde». Tal el nombre de su laboratorio. Sencillo pero elegante. Un escritorio de roble con un paño verde, una lámpara, una máquina de escribir, un cortapapeles y las barajas. De un perchero cuelgan sombreros. Muchos sombreros. De ala ancha, de vaquero; sombreros panamá, de gaucho. Y en un paragüero, a la vista, asoma su colección de bastones. Bastones de madera, empuñados en bronce y tallados a mano.
Sombrero, bastón, corbatín, anillo de sultán, botas lustrosas, saco a medida, un Audi en la cochera, perfume importado… Con una ronda semejante cualquiera de nosotros estaría servido. ¿Qué más se puede pedir? Tal vez algo más: vender ilusiones.
Con tres cartas rojas y tres negras, Lavand puede hacer un show de media hora. Alterna las barajas, una arriba de otra, de manera que se mezclen bien. Muy bien. Pero al final siempre aparecen las negras con las negras y las rojas con las rojas. ¿Cómo lo hace?
Para que no queden dudas repite el truco, más lento. Pensamos en el mago Chang. Enfocamos el mazo. Pero es imposible adivinar el secreto. Entonces lo hace otra vez, ahora en cámara lenta.
—No se puede hacer más lento —dice, mientras vuelve a dar vuelta las barajas. Las negras con las negras, las rojas con las rojas.
Al final no es como Chang. Tampoco como el resto de los ilusionistas, que trabajan rápido para despistar. Lavand lo hace lento. Y vuelve a repetir el truco, con una sola mano, hasta que no se pueda hacer más lento.
¿Pero cómo lo hace?
—Cuando empieza el espectáculo noto muchas caras que buscan la manera de descubrir el truco. Pero a medida que va transcurriendo el show el público se deja llevar, se relaja y disfruta. Diría que se deja engañar, porque la gente está ávida de ilusiones.
René mira la botella de vino, la levanta y la observa a trasluz, para calcular si alcanza a llenar dos copas. «Me parece que vamos a tener que sacrificar otra», dice. Y se ríe con una carcajada malvada de dibujitos animados.
Coronel Suárez, verano de 1937
La vida porteña de los Lavandera quedó atrás. Ahora el niño juega al carnaval en la puerta de la nueva casa, mientras Sara, su mamá, lo relojea por la ventana. Todo es risas y baldazos de agua hasta que se escucha una frenada, un grito y enseguida el llanto desesperado del chico que interrumpe la siesta del pueblo. Una vecina con los ojos saltados de horror le avisa a Sara que René cruzó la calle y lo atropelló un coche.
Lo llevan al hospital, que está cerca. El auto le pisó el antebrazo derecho. Se lo reventó. «Hay que amputar cuanto antes para evitar la gangrena», dice el médico del pueblo, el doctor Patané, y no duda un segundo. Actúa rápido. Corta la parte más afectada por el accidente. La mano con la que René hace esos trucos que tanto les gustan a sus tías y a la gente del barrio. La mano que mejor baraja.
Héctor René Lavandera tiene nueve años. El niño todavía no lo sabe, pero para convertirse en un artista, a su apellido también le espera una mutilación. Un corte glacial en la última sílaba. Justo ahí, en el pasado del verbo ser.
—Después de esto un amigo de mi padre me dijo: «René, vas a poder llevar un balde el resto de tu vida. Dos baldes, jamás». Y yo pensé que si ponía mi cerebro en la baraja y el corazón en los públicos del mundo, iba a poder pagarle a otro para que me llevara los dos baldes a mí.
Aquello que para la familia fue una desgracia, para René se volvió el motor que le permitió desarrollar su arte. Un arte propio, hecho con barajas y objetos pequeños. Ilusiones en miniatura. Ilusiones hechas con cosas que caben en una mesa.
Tandil, invierno de 2010
Aparece en la sala una mujer rubia de camisa blanca y pantalones negros. La mujer trae dos cafés en una bandeja.
—Le presento a Nora, mi compañera. La labradora de mi alma —dice y ella saluda con un beso.
—Hola, un gusto. No te olvides que a las diez nos encontramos para cenar en el hotel, y acordate de pasar por la farmacia a retirar los remedios.
Nora es rubia, agradable, veinte años menor que Lavand y la tercera mujer en la vida del prestidigitador. Antes estuvo casado con Sara, con la que tuvo dos hijas: Graciela y Julia; y luego formó pareja con Norma, de la que nacieron sus otros dos hijos: Lauro y Lorena.
René conquistó a Nora con un truco de navajas. De una navaja grande hacía que aparecieran otras más pequeñas en la mano de ella y luego otras más pequeñas aún. Cuando logró el amor de Nora, nunca más volvió a hacer ese truco. Dice que en la guerra del amor cada uno se defiende con las armas que tiene, y como el perfil griego no es su fuerte ha tenido que apelar a otros artilugios.
—Llevo cincuenta años de casado, solo que en tres etapas y con algunos meses de descuento. Cada divorcio fue morir un poco.
En una mesa de madera con vidrio encima hay fotos de Lavand y Nora con las pirámides de Egipto de fondo, otra con castillos españoles detrás, una al lado de Atahualpa Yupanqui, otra abrazado con el Polaco Goyeneche y una en la que se ve a René mezclando cartas y a David Copperfield mirando con asombro al ilusionista argentino.
Es confesa la admiración del mago más famoso del mundo por Lavand. El día de la foto, Copperfield se presentó en Lausanne, Suiza, una noche que René actuaba en un hotel, y le dijo que había viajado hasta ese lugar solo para verlo.
—Me hizo sentir muy halagado, por más que Copperfield no tenga nada que ver con lo que yo hago. La diferencia es abismal. Él viaja con cinco toneladas de equipaje y yo con cincuenta gramos, lo que pesa una baraja; él viaja con miles y miles de dólares en materiales y yo con cinco dólares, que es lo que cuesta una caja de cartas.
Tandil, otoño de 1950
René mezcla las barajas en el comedor de su casa. Cada vez que las apila parece que ronroneara un gato. Su madre teje en un sillón y bufa. Él sigue como si tal cosa, hasta que ella no aguanta más, deja las agujas y la lana a un costado y le dice algo que viene pensando desde hace meses.
—Hijo… eso de la barajita está muy lindo, pero hay que ir pensando en hacer algo en esta vida.
Para no contradecirla, René entra como cadete al Banco Nación de Tandil, ciudad a la que se mudaron los Lavandera en 1943. Nada le impide contar fajos de billetes con una mano ni escribir a máquina tan rápido como el resto de sus compañeros.
En su casa el padre lo mira, con una mezcla de lástima y frustración, al verlo devorar cada noche el libro Secretos de Cartomagia, escrito por Joan Bernat y Esteban Fábregas.
—En sus ojos podía leer sus palabras: «Pobre hijo mío». Él sabía, tanto como yo, que ese libro estaba escrito para hombres con dos manos. Pero lo que él no sabía era de lo que yo iba a ser capaz.
René se convence a sí mismo de que una sola mano no le impedirá convertirse en el mejor. Aunque no existan libros ni maestros que enseñen ilusionismo para mancos.
—La única misión del artista es convencer al mundo de la verdad de su mentira, si no fijáte cómo mienten los poetas. ¡Qué mentirosos que son, pero que bien mienten!
En un cajón de su escritorio, en el Banco Nación, René guarda un mazo de cartas. Cuando no quedan clientes, varios compañeros se reúnen a su alrededor para admirar su arte. Aquellos son los primeros aplausos, entre formularios, legajos y libretas de ahorro.
El debut en público tiene lugar en el Hotel Continental de Tandil. Un espectáculo de stand up para unas cincuenta personas, conocidos del trabajo y del club de esgrima, deporte que René practica. Desde ese momento, la insistencia de sus amigos para que se presente en Buenos Aires se hace constante. La primera puerta porteña se le abre con El Show de Pinocho, el programa de Juan Carlos Mareco. Un productor ve el show y lo contrata para que haga un número en el teatro Tabarís. Y de allí, sin escalas, pasa al Teatro Nacional, con espectáculo propio.
—Y gracias a aquellos vientos llegamos a estas tempestades —dice René, citando una de las tantas frases con las que se apoya en sus shows.
No suele leer libros, pero sabe cómo contar historias. Dice que las historias sirven para añadirle a sus shows la belleza del asombro. Admira a Jorge Luis Borges, pero no tuvo oportunidad de conocerlo. Sin embargo sueña siempre con él. Y en todos los sueños sucede lo mismo. Están frente a frente, pero René no atina a decir nada.
—Solo me quedo duro, escuchándolo. Y eso es todo.
Otro de los sueños recurrentes del ilusionista es el reencuentro con su mano ausente. Condenado a vivir en una mazmorra, sueña que la puerta de su prisión solo puede abrirse con su mano derecha: la perdida. Maldice a Dios y pide a los gritos que lo dejen salir. Siente los años de encierro. Transpira. De imprevisto la puerta se abre y sale llorando de alegría. Se alivia por un momento, pero vuelve a paralizarse cuando ve que del picaporte cuelga su mano derecha. De los recuerdos del pasado, ella, la mano inexistente, aparece para rescatarlo.
—Son los públicos del mundo los que tienen la llave; son ellos los que han abierto mi mazmorra para siempre.
Las Vegas, Cali; década del sesenta
En el bolsillo derecho de su saco guarda la manga de la mano ausente. Da la sensación de que allí esconde su secreto mejor guardado. De que en cualquier momento estirará el brazo y sacará algo que asombrará y hará que todos se pongan de pie y suenen los aplausos. Aplausos que ha conquistado en los cinco continentes. Aplausos y billetes que ganó en 1963, cuando una gira por toda América lo lleva sin escalas a Las Vegas.
El rumor de que un mago manco ha llegado al casino del mundo corre rápido por la ciudad, y lo van a buscar los productores del show de Ed Sullivan. Piensan que tienen un nuevo freak para la audiencia americana. Qué justo. Ese día René juega sus mejores trucos y deja con la boca abierta a cincuenta millones de espectadores.
—Nunca olvidaré la cara de Sullivan y el asombro de quienes nos rodeaban. Un norteamericano llevando a la televisión a un prestidigitador manco… Era como presentar a un bailarín rengo.
La segunda hazaña ocurre en 1994. René viaja a Colombia para un show, una actuación para cuarenta personas en un hotel cinco estrellas con un caché desmedido. No sabe quién lo contrató. No le importa. Pero al llegar le cuentan que la fiesta está organizada por el narco Rodríguez Orejuela, mejor conocido como «El ajedrecista», uno de los capos del cartel de Cali.
Entre platos de cocaína, mujeres platinadas y tipos trajeados con empuñaduras de pistolas en la cintura, René tiene que captar la atención de los invitados. Junto a él se presentan un cómico y una vedette. El cómico tiembla de miedo y no hace reír a nadie. La vedette no llega a actuar. Lavand se maneja como si conociera el ambiente. Está en el baile y le toca bailar. Le ofrecen cocaína de la más pura, pero en vez de aspirar, sopla. No es un buen comienzo.
Decide entonces subir la apuesta y arranca el show con una de sus mejores historias. Una historia de sangre, heroísmo y lealtad.
—Había terminado la guerra. La patrulla en retirada. Un soldado solicita permiso al capitán para volver al campo de batalla en busca de un amigo. Pero se lo niegan. «Es inútil que vayas, está muerto», le dice el capitán. El soldado desobedece la orden y vuelve al campo de batalla por su amigo. Regresa con él en brazos. Muerto. «Te lo dije, era inútil que fueras», lo retó el capitán. «No mi capitán, no fue inútil. Cuando llegué aún estaba con vida, me miró a los ojos y me dijo: sabía que ibas a venir.»
Con ese relato consigue la atención de todos, y los trucos se suceden con aplausos de anillos de oro. El mismo Rodríguez Orejuela se acerca para felicitarlo. Nunca sabrá si fue cierto, pero el ilusionista alcanza a escuchar que el festejo tenía una razón: en esos días, los narcos habían matado a siete agentes de la DEA.
Tandil, invierno de 2010
Son muchos los que se acercan hasta la cabaña de Tandil para aprender sus secretos. Él los tantea con preguntas, los estudia con paciencia. Ser alumno de Lavand cuesta miles de dólares. Y enseñar, para él, es cosa seria. Implica poner al descubierto técnicas que le llevaron años modificar y adaptar para su mano izquierda. Unos pocos privilegiados logran ser sus discípulos. René dice que no está dispuesto a perder el tiempo, y que enseñar no se trata de ganar dinero.
—Para ganar dinero prefiero dar un show de una hora, que se cobra mucho mejor.
Suena el teléfono.
—Hable… Sí, él habla… Mañana estaré allí, no se preocupe… Hasta luego.
Un inalámbrico en altavoz para oídos con audífonos.
—Llegué la semana pasada de Portugal; estuve allí catorce días para grabar ocho horas de DVD. Para la posteridad, como dicen. No alcanzo a bajarme del avión que me llama un porteño para un show de treinta personas. Me hablaba confianzudo, como si me conociera de toda la vida. Así que le pedí el doble de lo que cobro para que me dijera que no. ¿Podés creer que me dijo que sí? Entonces redoblé la apuesta y le exigí el dinero depositado en mi cuenta al día siguiente. Y me lo depositó. Al dinero ya me lo gasté, así que mañana voy a trabajar al pedo.
En Tandil la gente dice que René Lavand vive en un vagón de tren. Los turistas preguntan dónde queda la casa del mago y todos saben explicar el camino. Pero el vagón no es más que un gusto, un capricho: un furgón antiguo de ferrocarril para alojar visitas o tirarse a dormir la siesta. Otros comentan que tiene prohibida la entrada a los casinos.
—Todas habladurías. Me han llegado a preguntar si estuve preso y si me falta una mano porque me pegaron un tiro por tahúr. ¡Se dicen tantas macanas!
René se calza una campera de cuero marrón y elige un sombrero de ala ancha del mismo color. En un papel tiene anotado: farmacia, tintorería. Luego se juntará a cenar con Nora. El Audi —gris, largo y brilloso— está en una cochera, a treinta metros de la cabaña.
En el viaje hacia el centro de Tandil demuestra su habilidad para conducir. Mete los cambios con la misma mano que toma el volante. En un segundo la cruza de lado y pasa a tercera como si nada. Debe ser otro de sus trucos. A diferencia de sus shows, mientras maneja no cuenta historias, pero aprovecha para putear. «Me cago en la mierda», dice, por ejemplo, cuando no puede esquivar un pozo. Acentúa la puteada para que mejore el efecto. Y en ese instante se parece al Turco, el rufián que interpretó en la película Un oso rojo y por la que fue nominado a los premios Cóndor como actor revelación.
Hace rato que Lavand piensa en el retiro, «pero soy como Mirtha Legrand», dice y vuelve a largar la carcajada.
A los ochenta y tres años lo fastidia la artrosis, un poco.
—Algún día voy a tener que aceptar que no me van a renovar el carné y tendré que dejarme conducir, pero de salud ando bien. Tengo el deterioro propio de la edad. El otro día se murió un amigo de un infarto, médico él. La última vez que lo vi, me dijo: cambio artrosis por coronarias.
El miedo de René es dejar de ir a España, donde tiene cantidad de amigos que visita cada dos meses. Su debilidad es Andalucía.
—Allí no me sirven, me atienden.
Cierra los ojos y recuerda los Jardines de Murillo, el barrio Santa Cruz —treinta mil metros cubiertos de cultura árabe—, los alcázares de Sevilla, la Giralda, los carros a caballo con sus cascos sonoros repiqueteando en el eco de la ciudad milenaria y, sobre todo, el paisaje humano: el paisaje andaluz.
—Es difícil dejar una vida tan millonaria, y no me estoy refiriendo al dinero. Sé que tengo que retirarme plantado con siete y medio, y no que el público me plante con cinco. Pero no sé cuándo voy a dejar de marcar siete y medio. Eso es lo que no sé.