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Sharon

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Cecilia Gómez Rosati
Una nena está sola y se aburre durante las tardes mientras su madre cose sin parar. Una nueva presencia, Sharon, llega para cambiar el rumbo de las cosas.

Mi mamá me dio la lista y me pidió que le dijera a la Sonia que después se cruzaba a pagar. Siempre me daba un poco de vergüenza cuando me pedía eso, pero le hice caso.

Ahí fue cuando la vi por primera vez. La Sonia había entrado al fondo del local a buscar el zapallo y ella apareció de la nada. Mirándome, agarró una banana, me sonrió y la guardó en su bolsito mientras se iba caminando tranquila. No supe qué hacer. Cuando la Sonia salió y me dio la bolsa, me preguntó si me sentía bien. Le respondí que sí con la cabeza y le dije que mi mamá después le cruzaba la plata.

Al día siguiente fui a la canchita. Mi mamá me dejaba ir los domingos un rato si mi primo Juan jugaba. Me acompañaba hasta los cajones de cerveza que usábamos de banquitos para sentarnos a mirar y se volvía a la máquina de coser. La chica del día anterior me vio desde el lado de enfrente. Cruzó por el medio de la cancha sin que le importara que estuvieran jugando los varones y me habló. «Soy Sharon. Estuviste bien ayer. Quería ver si sabías guardar un secreto». Su presentación me hizo reír. Le dije que guardar secretos me salía bien. Aunque ella no lo sabía, creo que eso era de las pocas cosas que me salían bien en ese momento.

«Me llamo Luján, pero todos me dicen Luji». Mientras le decía eso, Sharon me miró con los ojos entreabiertos, después me acarició el pelo y me dijo que era hermoso. Yo tenía todavía el pelo casi por la cintura y castaño claro, mi color natural. No me gustaba que me lo tocaran, pero no me molestó que ella lo hiciera. Sharon usaba las uñas pintadas de rosa con brillitos, con las puntas un poco desteñidas. Se había puesto un aplique de strass como los que vende mi tía Shirly en la perfumería.

Me preguntó si seguía yendo a la Banderita. Le respondí que estaba en sexto y que mi mamá todavía no me había conseguido vacante en la secundaria. Nunca pensé que alguien como ella podría acordarse de mí. Sobre todo porque ella era de las chicas que tiene muchos amigos varones y era más grande que yo. Se ve que se dio cuenta de lo que estaba pensando, porque me dijo que me conocía porque había salido un par de veces con mi primo Juan, hasta que lo dejó por Carlos.

Mientras charlábamos, Sharon me seguía tocando el pelo. Mi primo nos vio desde la cancha y me saludó. O la saludó a ella, no sé. Ella abrió su bolsito y sacó unas tutucas. Me ofreció, y cuando le dije que no, las guardó, sacó un paquete de cigarrillos y se encendió uno.

Me dijo que no me ofrecía porque se imaginaba que no me animaba a fumar. Me molestó que me dijera eso, pero era verdad. Así que bajé la vista al suelo, y noté que mis zapas eran muy diferentes a las de ella. Las mías eran todas negras. Las de ella tenían la cápsula de aire y eran blancas con dos líneas rosas a los costados.

«Vamos a la feria», me dijo. Le dije que no me dejaban, pero me respondió que eran diez minutos, que tenía que buscar algo que le iba a dar su amiga, y que si íbamos por esa calle derechito siempre había dos ratis parados. «¿Dos qué?», le pregunté. «Dos polis». Me dijo que mejor hacerse amiga y saludarlos siempre, porque nunca se sabe.

La seguí. Pasamos por el puesto del vendedor de chulengos, que estaba discutiendo con el hijo. Los interrumpió solamente para saludarlos, y ellos se la quedaron mirando. Me parecía muy lindo cómo caminaba y le sonreía a la gente aunque no la conocieran. Llegamos al puesto de su amiga, y Sharon la estaba por saludar cuando la chica le dijo, levantando las cejas, que era la última vez que le prestaba y le dio un rollito de billetes de cincuenta pesos. Me miró y soltó un «Ah, veo que tenés una amiga nueva» y después me dijo a mí, como riéndose de un chiste que se acababa de acordar, «Suerte con esta».

Sharon tiró el cigarrillo a uno de los charquitos que se formaban por todos lados en la calle de la feria. En realidad se hacían por todo el barrio 1188, pero en la feria había más y eran un asco, porque además de con agua podrida se rellenaban con las bandejitas de comida vacías del almuerzo de la gente de los puestos. Las dejaban en el piso con algunos restos para que comieran los perros, pero después se pudrían ahí hasta que pasaban los de la cooperativa a la mañana siguiente a barrer.

Volvimos a la canchita y Sharon sacó un chicle de menta, lo partió en dos y me dio una mitad. «Me gusta que seamos amigas», me dijo. Después se dio vuelta y se fue.

Los martes a mí me gustaba ir a lo de mi tía Shirly porque si terminaba rápido la tarea me dejaba jugar a la vendedora. En realidad era mucho mejor que jugar, porque era de verdad: yo le atendía la perfumería. Desde la ventana alta corrediza, les preguntaba a las clientas qué necesitaban y les mostraba cosas hasta que elegían. Después llamaba a mi tía para que viniera a cobrar. Ella estaba atrás del exhibidor, que funcionaba también como pared, mirando la tele, así que el servicio era bastante rápido y bueno. Algunas veces me dejaba elegir un regalito por haberla ayudado.

Desde la ventana vi pasar a Sharon por enfrente y le hice un gesto. No me gustaba subir la voz, y si quería que mirara para mi lado, tenía que gritar. Por suerte ella siempre va muy atenta a todo y me vio. Se acercó hasta la perfumería, charlamos un ratito y me dijo que no sabía que yo tenía trabajo. Le expliqué que no era un trabajo, sino que solo la ayudaba a mi tía. Me respondió bajito que, si yo estaba atendiendo a la gente mientras la otra estaba sentada en el sillón, eso era un trabajo y que me tenían que pagar. Que su mamá es enfermera y que por sacarle sangre a la gente en el hospital hasta le pagan las vacaciones, aunque nunca se las toma. Se fue porque justo vino una clienta que quería que le mostrara los perfumes que vienen en caja cerrada, y tuve que llamar a mi tía. Esos los tocaba solo ella.

Ese martes había atendido a cuatro chicas en toda la tarde. Mi tía me felicitó diciéndome que cada vez lo hacía mejor y me dejó elegir un regalito. Mi mamá me había pedido muchas veces que no le aceptara regalitos a mi tía Shirly, porque las cosas estaban muy complicadas en la perfumería y en el barrio en general desde hacía un año, y me dijo también que si le aceptaba algo, que fuera barato. No sé qué me pasó, pero le dije que quería el esmalte rosa y una plancha de apliques para uñas. Mientras se lo decía, agarré las dos cosas, que salían doscientos setenta pesos. Me respondió que la ponía contenta que me fuera a pintar las uñas, que ella pensaba que no me gustaba, y que era una buena elección.

Unos días después, yo estaba sentada mirando a Juan jugar al fútbol mientras merendaba una torta frita y un juguito. Iba por el tercer mordisco cuando escuché un grito y sentí que me tocaban la espalda. Me asusté tanto que solté todo. Cuando me di cuenta de que era Sharon haciéndome un chiste, no me enojé. Al contrario. Pensé que eso era un signo de que éramos amigas y me puse contenta. Me agaché para agarrar lo que había tirado y me dijo «Ay, nena, ¿no te dijeron nunca que las cosas del piso no se comen? Qué asco». Tenía razón. Mi mamá me lo repetía como un loro cuando era chica. Dejé todo ahí tirado y me contó divertida que quería invitarme a dormir a su casa al día siguiente, que era sábado. Que podíamos ver una película o algo así. Anotó su dirección en un minicuadernito que tenía en su bolso rosa y, después de arrancar, la hoja me la dio. Yo leí en voz alta: manzana 105, casa 8. Me dijo que era por el sector Tucumanos, pasando la canchita del fondo. Que le dijera a mi mamá que me llevara a las siete, porque a veces no está bueno para andar sola si no te conocen. Me vio las uñas y me dijo que obvio que tenía que llevar ese esmalte divino y todo a su casa para que nos pintáramos juntas. Me acarició el pelo igual que la otra vez, se paró en frente de mí y lo soltó para agacharse mientras decía «Te espero a las siete, eh». Agarró la torta frita del suelo, le dio un mordisco mirándome y se fue caminando mientras la comía.

Cuando le pedí permiso mi mamá, me hizo muchas preguntas sobre Sharon que yo no podía responder. La convencí diciéndole que había ido con Juan a la Banderita y que su mamá era enfermera, que nos conocíamos hacía poco pero que tenía muchas ganas de ir, y que desde el año pasado que no me invitaban a dormir a la casa de una amiga. Decirle cosas que eran verdad y que también eran tristes era algo que había empezado a hacer hacía poco. Lo había visto en una novela y siempre funcionaba. Era importante hacer silencio después, porque si seguía hablando parecía como que no estaba triste de verdad. Eso no lo explicaban en la novela, pero me di cuenta de que funcionaba mejor cuando lo hacía.

Me preparé la mochila y, cuando estuve lista, salimos para allá con la Kari, una costurera amiga de mi mamá que nos acompañó porque conocía bien ese lado del barrio. Nos dijo que era picante y que no saliéramos para nada de la casa.

Cuando llegamos, Sharon saludó a mi mamá y a la Kari, y ante la pregunta de mi mamá, le respondió que la suya había ido recién a comprar una gaseosa, pero que la podían esperar, que después del almacén iba a pasar también por la carnicería y volvía. La Kari miró a mi mamá y le dijo que como ya estaba oscureciendo mejor arrancaban. Mi mamá le pidió a Sharon el número de celular de su mamá y le preguntó el nombre. Ella se lo anotó en su minicuadernito, le dio la hoja, y se fueron.

Desde un parlante portátil sonaba música que Sharon manejaba con su celular. Me mostró la casa. Era parecida a la mía, pero sin la máquina de coser, las bolsas de tela ni la mesa llena de ropa para arreglar. Sharon me preguntó si yo ya había visto Crepúsculo, y cuando le respondí que no, me mostró todos los dientes con una sonrisa enorme. Me contó que le encanta Robert Pattinson y que si viviera en Estados Unidos lo perseguiría por todos lados hasta que aceptara ser su novio. Mientras hablábamos, abrió un paquete de hamburguesas de caja y se puso a prepararlas. Le pregunté por la mamá, y me dijo que estaba de guardia en el hospital y que volvía a la mañana. Yo sentí un frío en todo el cuerpo. «¿Cómo que vamos a estar solas?, ¿por qué le mentiste a mi mamá?, ¿y si la llama y se da cuenta y piensa que le mentí yo también? ». Se rio. Me dijo que no fuera cagona, que no pasaba nada, y que no me preocupara, porque le había dado a mi mamá su número de celular y que cualquier cosa la atendíamos nosotras y le decíamos que su mamá ya estaba durmiendo.

Comimos. Creo que la comida me cayó así porque seguía pensando en que mi mamá me mataba si se enteraba, pero la peli estuvo buena y me hizo olvidar un poco de eso. Con Sharon era imposible aburrirse. Siempre estaba contándome cosas, y a veces me decía algunas que me dejaban pensando. Como ese día en la perfumería, o como cuando me dijo que tenía que aprovechar ahora para hacer las cosas que estaban mal porque con mi cara de buena nadie iba a pensar que las había hecho yo. Me explicó que era como cuando Bart de Los Simpson decía, en un capítulo, «Nadie sospecharía de una mariposa» y se ponía a quemar la escuela. Esa noche también me enseñó que si seguía comiendo cosas con tantos condimentos iba a tener olor fuerte en las axilas para siempre. En realidad me dijo olor a chivo. Pero no me gusta decirle así.

Después de la película, me propuso que jugáramos a la peluquería. En su casa tenía toallas blancas relindas, gasas, algodón y otras cosas que me contó que a su mamá le regalaban en el hospital. Así que puso unas toallas debajo de mi mano, se vistió con el guardapolvo blanco de la escuela, se pintó los labios, y era la peluquera que me atendía. Me hizo elegir entre todos sus esmaltes y sumé el que había llevado yo. Me pidió que se lo regalara, y cuando le dije que sí, lo abrió y dio una pincelada en una hoja llena de colores diciendo que ese era el muestrario de esmaltes entre los que podía elegir. Le marqué el rosa de brillitos y me pintó las uñas. Mientras se secaban las tenía que dejar apoyadas en la toalla, y me dijo que fuera pensando qué strass quería ponerles mientras ella me arreglaba el pelo.

«¿Te gustaría un cambio de look?», me preguntó con tono de personaje de la tele mientras me tocaba el pelo. Eso se lo había escuchado decir a mi tía una vez mientras le ofrecía sombras de colores a una clienta. Le respondí que sí y, en menos de un segundo, como si hubiera sabido desde antes qué le iba a decir, sentí el sonido crujiente de mi pelo en la tijera. «¿Qué hacés?», le dije saltando de la silla. Me respondió muy tranquila que yo le había dicho que quería cambiar mi look. Me toqué el pelo y se me pegó a las uñas. De un tijeretazo, Sharon había cortado a la altura de los hombros el mechón que cubre la nuca. Me traté de contener, pero me puse a llorar. Le dije que quería llamar a mi mamá y me respondió que la llamara, que el teléfono estaba ahí en la mesita, pero que era peligroso que viniera ahora, y que además cómo le iba a explicar que su mamá no estaba en casa.

Tenía razón. Si mi mamá venía y se daba cuenta de que yo no le había avisado, se iba a enojar muchísimo conmigo. Me dijo que confiara en ella, que dejara de llorar, que sabía lo que hacía, pero que, por las dudas, antes de que me siguiera cortando, buscáramos en YouTube un video de cómo cortar el pelo a la moda. Ahí descubrimos que si te hacés una colita adelante y lo cortás de un tijeretazo el pelo queda rebajado. Hizo eso, y aunque al principio no me gustó, estaba igual al del video. Guardó todo el pelo en una bolsa, barrió y me puso una cera de peinar que usaba ella. Yo ya me sentía muy cansada y seguía triste, así que nos fuimos a dormir.

A la mañana siguiente me presentó a su mamá, y mientras desayunamos las tres le pidió que por favor no le dijera a la mía que ella no había estado. Le respondió seria: «Sabés que no me gusta cuando me pedís que mienta, Sharon».

Cuando llegó mi mamá nosotras estábamos en el cuarto, y creo que no le dijo nada porque lo único que hizo mi mamá cuando me vio fue abrir grande los ojos y hablar de mi corte de pelo. Sharon le dijo sonriendo que estaba hermosa, que jugamos a la peluquería y que yo le pedí un cambio de look, y que miramos varios videos hasta que me decidí por ese, que era el corte de moda.

Mi mamá saludó muy amable a la suya y volvimos caminando a casa sin hablar.

Al otro día, Juan me acompañó hasta la Banderita como todas las mañanas antes de irse a su secundaria. Me hizo algunas preguntas sobre Sharon. Me pareció que la estaba criticando cuando dijo que era piola pero que estaba un poco zarpada y que no le diera mucha cabida. No me gustaba que la gente la criticara o me hiciera preguntas sobre ella. Creo que, de alguna forma, me hacía sentir importante que me hubiera elegido como amiga. Así que no le respondí nada, para terminar rápido de hablar de eso.

El martes fui a la perfumería y, a la misma hora que la semana anterior, cruzó Sharon desde enfrente. Se acercó a la ventana y me dijo que venía a traerme un regalo. De su bolso rosa sacó unos billetes atados con una bandita elástica. Yo los agarré riéndome hasta que vi que eran de verdad. Le pregunté por qué me daba eso. Me contó que el lunes había llamado al teléfono del pasacalles gigante que dice «Compro pelo», que está al lado del puente peatonal de la terminal de micros, y que cuando salió de la escuela se fue directo a la dirección que le había dado la señora. Que era una lástima que lo tirara si era tan hermoso, así que lo había guardado y vendido. Me felicitó, me dijo que por primera vez había vendido una parte de mí y que esa era la primera plata que me había ganado de verdad. Le respondí bajito que no. Que el esmalte rosa que le regalé también me lo había ganado trabajando.

«Así me gusta. Se ve que aprendés rápido », me dijo guiñando un ojo. «¿Sabés dónde hay un kiosco por acá?». Le indiqué cómo llegar y me insistió para que la acompañara. Le avisé a mi tía que iba hasta el kiosco con mi amiga y salimos. En el camino, me preguntó qué me dijeron mis amigas de la escuela del cambio de look. Le dije que a todo el mundo le gustó, pero la verdad es que nadie me había dicho nada. Ni siquiera sé si alguien se había dado cuenta de mi corte de pelo. Me respondió que obvio, que era el corte de moda y que me quedaba muy lindo. Yo esquivaba los charquitos saltando porque estaba contenta de verla otra vez. En esa media cuadra que faltaba de camino me propuso jugar a verdad/consecuencia. Elegí verdad. Me preguntó qué chico me gustaba. Le dije que no le quería contar. En realidad no me gustaba ningún chico, o no me acordaba de que me hubiera gustado alguien alguna vez. Se rio un montón, después insistió, y cuando se dio cuenta de que no le iba a responder, me dijo que entonces iba a tener que hacer consecuencia y sin peros.

La prenda era agarrar del kiosco de Hugo unos chupetines de frutilla. Ella lo iba a entretener comprando algo de verdad. Igual me dijo que él no iba a sospechar de mí y que me acordara de lo de la mariposa.

Nunca me habían dolido tanto la panza y la nuca al mismo tiempo en toda mi vida. Hugo me reconoció y me hizo un comentario sobre mi pelo. Me dijo que estaba grande y le mandó un beso a mi mamá. Los chupetines estaban más lejos de lo que pensaba. Por un segundo creí que nunca lo iba a lograr. Me animé porque mientras estaba parada ahí, sonriéndole a Hugo, pensé que era el chupetín o decirle a Sharon que no me gustaba ninguno de los varones de mi escuela o pelearme con ella. Y no quería nada de eso. Cuando Hugo se dio vuelta para buscar algo que ella le pidió, Sharon me miró con una cara muy relajada. Yo agarré los chupetines en un movimiento tan rápido que no sé cómo pasó todo. Creo que hasta que estábamos casi llegando a lo de mi tía no respiré ni miré para atrás. Sharon saltó como hacen las porristas de escuelas en las películas de Estados Unidos. Levantaba los brazos y gritaba que yo era la mejor amiga del mundo. Me dijo que me los quedara, que esos también me los había ganado.

Por la única ventana de mi casa, que era la del cuarto que compartía con mi mamá, vi que ya era de noche. Apagué la tele, fui al baño a lavarme los dientes y me miré en el espejo redondo con marco plástico rosa. Estaba agarrado con un cordón al clavo que lo sostenía en la pared. Me estiré y lo descolgué para verme de cerca. Mi pelo estaba mucho mejor. Por primera vez en mucho tiempo, me vi linda. Después me puse a llorar. No sé bien por qué, pero no podía parar. Me senté en el inodoro sosteniendo el espejo y mirándome directo a los ojos. Nunca me había visto llorar. Cada vez que lo miraba, las lágrimas paraban. Creo que era porque no soportaba verme así, aunque la angustia me llenaba la garganta y el pecho. Dejaba de mirarme para poder sacar el llanto, y cuando empezaba el ahogo, agarraba el espejo otra vez, y las lágrimas se cortaban. Llegué a pensar que podía controlar eso. El aguantar el llanto, el llorar y parar cuando quisiera. Quizás Sharon tenía razón y yo aprendía rápido.

No sé qué era, pero el nudo venía desde adentro. La mentira a mi mamá, mis uñas que seguían despintadas desde el pegote en el pelo del fin de semana, extrañar un poco mi pelo largo, miedo a pelearme con Sharon, no saber por qué no podía responderle lo que me preguntaba, agarrar algo que no era mío en el kiosco, lo de la torta frita en el suelo y, sobre todo, ella. Ahora también se había sumado ese dolor de panza que me venía agarrando últimamente. Me fui a la cama triste y enojada.

Me despertó el ruido de la máquina de coser, como todas las mañanas antes de ir a la escuela. Me cambié rápido y cuando me senté para hacer pis vi la mancha. Esa mancha un poco marrón, un poco roja me hizo asustar. Tardé un ratito en darme cuenta de lo que era.

Grité. Por primera vez en mucho tiempo, grité. Con mucha fuerza, grité. Mi mamá estaba en su máquina de coser. La llamé otra vez con un grito.

En la perfumería había vendido toallitas más de una vez. En la escuela me habían explicado todo porque estaba en el libro de ESI. Yo sabía que me iba a pasar en algún momento y hasta habían venido una vez a darnos Always al grado, pero de la vergüenza se las regalé a la Luci, mi compañera de banco, que tenía hermanas grandes. Llamé una vez más a mi mamá. La máquina de coser dejó de hacer ruido. Esperé a que me respondiera, pero el sonido de la máquina empezó de nuevo.

Me miré en el espejo rosa y los ojos se me llenaron de lágrimas. Lo controlé pensando en que a la tarde iba a poder contárselo a Sharon. 

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