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Tenía veintiocho años. No me había ido mal en la vida e incluso se podía pensar que me había ido hasta bien. Daba entrevistas, trabajaba en la televisión, ganaba lo suficiente como para pagar mis cuentas y placeres —viajes, cine, teatro, libros, muchos libros—. Había probado el amor (ocho meses muy castos) y la cárcel (una sola noche pasada en la más lujosa del país, un cuchitril que parecía un hotel de provincia). Renuncié a todo esto y me fui a la casa de mi mamá en París para curarme las heridas.
Es raro pensar que fue esa la época más feliz de mi vida. Es raro también tratar de recodar lo acabado que me sentía. Lo hago porque siento un poco lo mismo ahora que tengo cuarenta y un años. Los estúpidos tormentos de entonces, cuando no me sentía escritor y lo era más que nunca, y la sensación de no comprender mi vida, y el fracaso que nadie más que yo hubiese llamado así, que vuelve a mí como si no lo hubiese exorcizado, como si nada hubiese aprendido de estos doce años o más desde ese nuevo comienzo, desde ese falso final.
Ese año 1998: una noche de cárcel por infringir la ley de seguridad interior del Estado al llamar viejo y feo al presidente de la corte suprema. Una crítica a mi primer libro en El Mercurio que me condenaba a cinco años y un día sin publicar o escribir (sentencia que respeté con una obediencia que me espanta ahora). Y la Carmen Luz que decidió que no podíamos ser felices porque no me veía acarreando maderos y eligiendo excusados para construir la casa en «Laguna Verde» que soñó tener una tarde y nunca construyó.
—Yo puedo pagar los maestros, puedo comprar los materiales si quieres —traté de defenderme como pude del ineluctable final.
—No es eso, es la idea. La idea de la casa. Tú nunca serías feliz en una casa como esa.
¿Qué podía hacer contra eso? Alejarme, tratar de no pisar ni un solo lugar que me recordara a ella, y la cárcel y la literatura y la televisión donde acababa de dejar de trabajar. Mi arrepentimiento, mi dolor, mi rabia cubrió así toda la ciudad, no me quedó otra que irme. ¿Castigo o premio? Me condenaron y acepté la condena: pena de extrañamente.
Irme así sin avisar, no depender de nada ni de nadie, abrazarme al núcleo más tibio de mi madre; algo inconcebible ahora que tengo mujer e hijos, para los que mi mamá es solo su abuela. La idea de que no hay un libro, una obra, un frase mía que pueda obligarme a no morir, lo que en mi cabeza es lo mismo que no desaparecer, aunque sepa que es un error, porque no morir, dicen todas las religiones, es aprender justamente a desaparecer, porque eso debería aprender si fuese realmente sabio. No soy sabio, no mejoro, sigo igual que a los veinticinco años, y que a los quince y que a los nueve. Peor que entonces incluso, porque ahora tengo más trucos, más habilidades que no me caben en ninguna parte, antiguallas sin las cuales no sé vivir, clasificaciones, estalactitas, especie de caverna de mí mismo, desván de cosas que ni yo sé de qué sirven. Mi nombre en una lista de asesores del ministerio más desprestigiado del gobierno pasado, y que la candidatura de mi primo a la presidencia me ponga frente a frente con la maldición familiar. ¿Escapar de todo eso? ¿Salvarme otra vez? ¿Irme? ¿Dónde? ¿Tomar como la otra vez un avión que no recuerdo ahora cómo era ni qué escala hizo para recuperar mi lugar en la casa de mi madre? ¿Retomar aquella pieza para mí que obligó a mi hermano Salvador a desertar de la suya? Apenas una ventana sobre un patio interior siempre en penumbra, esa penumbra habitada de París, ese color que no sé si se puede llamar gris u ocre y que era, ahora que me doy cuenta, lo que iba a buscar allá.
Porque en París nunca pude ni podré ser adulto, porque ahí nunca pasé de los catorce años, la edad en que me fui de vuelta a Chile y a la dictadura con sus helicópteros, ese horror que nunca me importó, porque el cielo era siempre azul. Era eso lo que me importaba, lo que me guiaba en la luz, la más evidente, la más clara del sol de Santiago que era lo que nos habían quitado cuando nos exiliaron, que era mi deber entonces recuperar, pelear por ese derecho tan tonto, la vida sin penumbra en un jardín cualquiera.
Vivir con mi mamá a los veintiocho años; aparecer con ella del brazo en las fiestas de la Embajada de Chile, organizar juntos las fiestas de la casa, responder el teléfono olvidando anotar los recados, bajar corriendo por las escaleras cuando llamaba mi padrastro para subir las bolsas del supermercado. ¡Qué raro lo poco humillante, lo nada indigno que me parecía todo eso! Era lo que buscaba: volver a mi lugar en mi casa, la de mi mamá. Pelear por mi espacio en su cama, en la tibieza primordial de la que nunca quise moverme. ¿Era ese viaje parte de una lucha secreta, o ni tanto, con mi padrastro, quien me quería inevitablemente y me odiaba también inevitablemente? ¿Era ese el conflicto secreto escondido tras aquel retorno? ¿Poner a mi mamá entre la espada y la pared? O él o yo. ¿Qué era yo, la espada o la pared? Todavía recuerdo un malentendido raro por mail que casi me impidió volar. Una pelea de la que no recuerdo ningún detalle, pero que me hizo exigir un enésimo «¿quieren que vaya o no?». Una amenaza o quizás una advertencia que solo buscaba allanar el camino, poner las reglas de una convivencia que fue extrañamente armoniosa, quizás justamente gracias a esa amenaza. Ni una pelea familiar, ni una sola duda de cuál era mi papel ahí. ¿Cuál era? ¿Hermano mayor desempleado? Sí, pero algo más. Algo absurdo y propio de ese microclima penumbroso inventado por mi madre para nosotros, el desorden permanente, la calefacción central desatada, la sensación de que todo eso flotaba, se movía en permanencia, o la vez que la vimos correr por el pasillo, el pelo y el traje en llamas, riendo de puro miedo hasta lanzarse por fin a la tina llena de agua y quedar con la melena medio chamuscada. En esa nueva casa, tan parecida a la antigua era yo el depositario de la memoria. El decano, el archivista, el curador de ese museo de nosotros mismos. El guardián de ese primer exilio donde éramos pobres y revolucionarios, y vivíamos de robar en el supermercado y hacer llorar a los franceses con el cuento del cantante al que le cortaron las manos antes de lanzarle una guitarra y ordenarle: «Ahora toca si eres tan valiente.»
Este exilio nuevo que solo tenía la apariencia del otro, su engañosa forma pulida y corregida para que no doliera nada. Cómodo turismo de la memoria que habíamos pagado con paciencia, con hambre. Típico lujo nuestro, vacaciones en el infierno más paradisíaco de todos. Y el balde de agua oxigenada de la conserje portuguesa, y el olor de las panaderías en un barrio totalmente distinto al que había vivido de niño, pero perfectamente equivalente a él. La ilusión de que seguíamos flotando en las consecuencias del primer exilio aunque mi padrastro trabajaba ahora de funcionario de un gobierno demócrata cristiano, el partido que apoyó el golpe de estado, aunque mi mamá atendía refugiados serbios en la ACNUR, solo por el placer de ver familias tan despavorida como la nuestra entonces. Y mi hermano Salvador terminando los cursos que yo no terminé en el colegio, y mi hermana atormentada con saber a qué escuela privada de diseño postular, y yo escribiendo de noche para dormir en el día como si me preparara para un gigantesco examen. París tendrá siempre un aroma escolar, es decir, de miedo y de horror, pero también de ganas, de refugio, de libros. París, donde no se me ocurría nunca hacer nada práctico ni impráctico, ni ganar ni perder mi vida, ni integrarme ni desintegrarme, solo absorber y ser absorbido, desaparecer ahí sin dolor ni arrepentimiento alguno, desaparecer como lo hacen los sabios de verdad, convertirme en un mero espectador de una película. Eso fue lo que más hice, de hecho; ir al cine así como antes iba a clases. Esperar una cantidad de tiempo, lección y castigo, hasta graduarme por segunda vez de la misma vieja escuela: el olor a papas fritas sobre la vereda del Boulvard Saint Michel.
¿Cuánto tiempo? Un año pienso, porque todo lo pienso en años, pero deben haber sido tres meses. Todos mis recuerdos del primer exilio son de invierno. ¿Era parte del pacto vivir todo eso en invierno? Parecía ser la única forma de hacer creíble el castigo, la cárcel pero también el útero materno, la casa de la que no había por qué salir. ¿Por qué no escogí viajar en verano (invierno chileno), si ningún trabajo u obligación me esperaba en Santiago? ¿Le tuve miedo a la primavera? Hice lo mismo en Madrid, un par de años después. Pasé todo el invierno en un departamento sin ventana en la calle Espíritu Santo. Tan solo que a veces hasta me olvidaba de mi nombre, tan solo que afeitarme ocupaba mi cabeza todo el día, tanto que usé justamente el afeitado como una disculpa para no ir a tomar con Marcos Giralt, un amigo por entonces nuevo. Hasta que miré por primera vez en unos balcones de la calle La Montera y empecé a tener amigos (el mismo Giralt y otros más) y comprender la ciudad y manejarme en ella. Primeras señales de comodidad que me hicieron huir desesperado a Chile. Arranqué sin fuerzas y sin ganas de vuelta adonde la realidad es real, o al menos siento que soy real yo: Chile, el país donde invariablemente terminan los libros que empiezo afuera. Esa alternancia, ese equilibrio entre adentro y afuera, rota ahora, quizás para bien porque es un escape, una mentira, una droga esas huidas, porque en el fondo me han permitido pasar por alto esa incomodidad sobre la que debería escribir sin escapatoria: ser de aquí, no moverme, asumir mis límites, cavar la zanja más al fondo y no más lejos.
Escribo sobre este viaje porque este año ya finalmente nadie me invita a nada allá afuera, porque al fin mi carrera internacional es del todo la ilusión que siempre fue, porque me veo obligado a amar y comprender lo que tengo aquí mismo, tan cerca: Santiago de Chile dieciséis de agosto del 2011. Y justo la calle se llena de estudiantes y el debate se enardece y complica en la televisión, y la calle, y los diarios y las revistas donde trabajo, y todo lo que parecía aburrido, predecible y banal se convierte en apasionante, alucinante, vertiginoso, como un premio a una paciencia que hasta ahora no tuve, que es quizás la que me falta para ser el escritor que soñaba ser entonces, cuando paseaba abrigado y melancólico por París. La sombra misma de un escritor en posición de serlo que faltaba a la cita que era aquí mismo, dos hijas, mucho trabajo, ni un solo minuto y las ganas absurdas y las ideas, todas las ideas peleando por ser la primera en ser escrita.
—Paseábamos en bicicleta por el Luxemburgo —me dice mi hermana—. ¿No te acuerdas? Íbamos al cine, volvíamos en bicicleta. No una vez, muchas veces.
¿Tuvo que haber una primavera y un otoño para explicar esas tardes en bicicleta? Esos paseos, la prueba patente de una especie de impunidad que no recuerdo, que no sé, que no puedo recordar tampoco. Por un breve tiempo, por algunos meses, el que siempre me vigila ya no me vigiló más. Por unos breves meses, tuve derecho incluso a un cuerpo que pedalea, que respira, que siente esos placeres apaciblemente físicos a los que generalmente me niego. Por un tiempo, por un breve tiempo, tuve yo ese tipo de licencias. Viví a los veintiocho años, los diecisiete años de mi hermana, junto a los amigos con sus dolores y sus dudas que no me correspondían pero disfruté infinitamente, y la cúpula del panteón ante un cielo de gordas nubes que se despejan e iluminan todo, sol sobre el Sena, flechas, guirnaldas y águilas de oro en las rejas del parque. Mi amigo Andrés que recorría también el parque en bicicleta como nosotros, aunque seguro mucho más apurado, enterándose el peuco, de un solo vistazo rapaz, lo que las niñas lindas estaban leyendo, para llegar al otro día como por azar con el segundo tomo de la misma novela o ensayo y empezar desde ahí la conversación. «Qué coincidencia, qué coincidencia, increíble el mismo libro, casi ¿Te cuento el final?»
Tres meses o cuatro debió durar el viaje, lo suficiente como para volver a otro país totalmente distinto del que me fui. Pinochet hace meses arrestado en Londres esperando la extradición a Madrid, los pinochetistas afónicos de tanto gritar, el gobierno de Frei Ruiz Tagle defendiéndose de defender lo indefendible. Qué extrañamente lejana suena la historia cercana, más fantasmal que la lejana porque quizás no ha sido aún escrita, ilustrada, ritualizada por los historiadores.
A un lado las pinochetistas furiosas, al otro los familiares de los detenidos desaparecidos felices. El diario El Metropolitano me mandó a reportear los dos mundos en la misma noche. Acepté solo porque se ofreció a protegerme una colega linda, pinochetista y presumiblemente virgen, que le gustaba retarme, desafiarme y protegerme, todo al mismo tiempo como siempre he querido, como siempre he soñado que hagan las mujeres.
De noche, en Apoquindo, al llegar a Alcántara, justo frente a la embajada de España, un piquete de rubias de distintos tamaños chillaban horrorizadas al reconocerme como parte del otro bando. «Vendido, rojo, comunista».
Comenzaron a arrojarme monedas, banderas y escupos que obligaron a Carolina, como se llamaba la linda pinochetista, a salir a defenderme.
Cómo gocé y cómo gozo aún ese segundo exacto en que ella, delgada y pequeña, puso su cuerpo delante del mío, su furia, sus bluejeans apretados, su trasero erguido en él y su delgadez intocable. No conseguí mucho más que eso con ella, pero ¿qué más podía pedir? No hay mayor placer que ver a una mujer enfrentando por mí a la jauría.
Tan distinta a otra que hizo el gesto justo contrario, lanzarme a los perros —unos perros de verdad, no simbólicos—, en un fin de semana de brainstroming en Papudo, en el invierno del 96. Y a ella la quise, horrible corazón el mío, por eso mismo, porque en vez de protegerme, me lanzó a los animales, porque dejó en claro la frontera que nos separaba, ella dispuesta a arrancar lejos de ella mi contagioso miedo que entendía demasiado, que justamente quería dejar de entender para ser feliz con los otros. Mi amor que era eso, un lastre, la estatua de una cosecha estéril que la tribu lanza a la hoguera para que la próxima sea provechosa.
Lloré en los brazos de Carolina, creo, o al menos gemí, el exilio, los milicos y el miedo que me quedó para siempre a los uniformes y las metralletas después que entraron a mi casa a finales de septiembre del setenta y tres. Puros argumentos que no me sirvieron de nada cuando al otro extremo de la ciudad y espectro ideológico, un fan de Cuba empezó a insultarme por haber hablado (o escrito) mal del Che.
«Traidor, hijo de puta vendido, cerdo capitalista.»
Miré desesperado a algún familiar de un detenido desaparecido que pudiera jugar el papel de Carolina. Concentrado en la negrura de su duelo, las fotos de sus deudos colgando del pecho; nadie lo hizo. Terminé esa noche llorando en plena Alameda, justo delante de la sede de la Democracia Cristiana, el partido justo entre medio, enemigo de Allende y Pinochet por igual, huérfano y solo, como lo estaría también seguramente a la hora de la Unidad Popular.
Como lo estoy también ahora mismo que escribo, mientras afuera salen cien mil estudiantes a la calle por una causa justa que termina en incendio y vidrios y rojos y mentiras y verdades a medias a las que no sé plegarme, sintiendo, sabiendo, oliendo que todo esto va a terminar mal, no pudiendo expresar ese miedo de ancianita, esa ridícula intuición que espero se equivoque. Entre medio entonces, intentando invocar mi derecho a tener miedo, eso que paradójicamente me ha obligado una y otra vez a ser valiente, mucho más valiente de lo que quisiera ser.
Pinochet se las arregló entonces para ser el protagonista también de ese segundo exilio, tanto o más que en el primero. Como un hermano más que no puede faltar a una fiesta familiar, Pinochet que ha terminado, por ser eso mismo, parte de la familia. Nunca lo odié. Traté de hacerlo. A los ocho años figuraba con mi hermano en la «Fête de l’Humanité» delante de un retrato suyo con los pantalones abiertos y los testículos inflamados vendiendo flechas para lanzarle justo en esa parte. ¿Se puede odiar sincera y totalmente a un muñeco de feria? Más aún, si gracias a él se juntan monedas y miradas y aplausos.
Mi abuelo lo llamaba el Cerdo (aunque terminó por trabajar para él) y el resto de los exiliados lo llamaban el Gorila, o los Gorilas —a él y al resto de la junta— para no tener que distinguir entre ellos nombres ni apellidos. Pinochet, que me repugnaría si pudiera llegar a interesarme. Pinochet, el tipo mismo de persona que no miraría nunca en el metro o en la calle. Un hombre vulgar habitado por una ambición nada vulgar, un hombre mediocre que no tiene nada de mediocre. Un revolucionario que desprecia la revolución.
Si Pinochet pudo alguna vez conmoverme fue ahí, en Londres, adonde iban caravanas de chilenos parisinos a manifestarse, caravanas a las que mi falta de iniciativa u olfato periodístico no me permitieron nunca sumarme. Pinochet encerrado en una ciudad soñada, una ciudad demasiado perfecta, demasiado histórica para él. Una ciudad, como París para mí, que no era más que un escenario de una angustia que seguía en Chile. Y esa tarde terrible en que le mostraron su casa de Virginia Waters. La sobriedad de prócer, el silencio heroico que intentó mantener hasta que le mostraron su habitación, una cama de dos plazas para él y su esposa, ni una cama, ni una pieza más. De todas las ofensas, de todos los martirios de ese exilio suyo, ese fue el único que le dolió realmente: una sola cama, una sola pieza para él y su esposa. ¿Es esa la verdadera razón por la que hizo todo lo que hizo, el golpe, la dictadura, la comandancia en jefe por más de veinte años, la incapacidad de dormir con su esposa en la misma cama? La incapacidad también de separarse de ella. Seguir casado más allá del amor, más allá del odio, todo eso que requiere de tanta secreta valentía (una valentía que no tuvo ni siquiera Tolstoi, el hombre más valiente del mundo). Una valentía secreta que explica su cobardía en otros planos. La triste vida de un militar más inteligente de lo que parece y más provinciano de lo que quisiera parecer, que vive bajo la tiranía de una esposa chillona que quiere más, siempre más, sin saber muy bien qué. Y la amante ecuatoriana que tuvo cuando era agregado militar en Quito, y que la vieja (probablemente joven y hasta linda en esa época) lo obligo a dejar. «Te voy a hundir Augusto, tú sabes que te puedo hundir perfectamente»—dicen que dijo. Y Amunátegui, su cuñado, que esperaba a su suegro todas las noches en la cocina para compartir juntos un plato de comida fría, «¿En qué están las viejas?», dice que preguntaba el dictador a golpe de suspiros, sufriendo por los ataques de ira y de compra y de exigencias de las mujeres que los esperaban en los pisos de arriba. Pinochet, Pinochet… ¿Qué me importa a mí Pinochet?
Ahora me doy cuenta de que escribo todo esto como una obligación. Eso era lo peor que tenía Pinochet, era obligatorio. ¿Cuánto tiempo más lo será? Pensé que me libraría de él escribiendo de ese exilio que él no decretó, de ese viaje libre y voluntario, y ahí está con las marchas y las cantatas, y Ángel Parra y la Irene Domínguez protestando delante de la embajada de Chile. Pinochet, esa pesadilla, te falta un examen para salir del colegio, tienes que volver a los sesenta años a clase, nunca saliste de ella. Germán Marín que, cuando lo echaron de la escuela militar, pensó: «Ahora nunca más Pinochet», su instructor en el batallón. La pobreza, el maoismo, la literatura, cualquier cosa con tal de no tener nunca nada que ver con ningún imbécil tipo Pinochet. Todo eso para escuchar horrorizado en la radio cómo Allende lo nombra comandante en jefe del ejército: Augusto Pinochet Ugarte, el mismo viejo huevón. Y la sensación rara de saber lo que vendría después. El Círculo Vicioso como se llama justamente la trilogía autobiográfica de Marín, donde Pinochet es, contra el autor mismo, contra sus gustos, instintos, contra sus otras obsesiones personales, un personaje central.
Ese segundo exilio que me hizo entender al fin la sensación de hastío superior, diría incluso metafísica, la sensación kafkiana-proustiana que sintió Germán Marín al escuchar la palabra Pinochet en la radio en agosto de 1973. Ese mareo sin color que me atrapó a mí en Sevilla, hotel Murillo del barrio de la Santa Cruz, lo más lejos de Chile que podía estar, fuera de París incluso, para no tener lazo alguno que me atara con nada, y de repente en todos los quioscos, las conversaciones, los televisores de los bares: Pinochet en todas partes. Y el precioso sol de invierno que caía sobre la torre de oro, y los balcones, y los colores, todo eso me tendía una trampa nacional, porque el acento era el mismo que el de allá en Chile, e igualmente terrible y delicioso el movimiento de los traseros de las rubias casi falsas, de las verdaderas morenas de la calle Sierpes, que podrían haber sido la Monse Álvarez, la Paula Recart, o la Carmen Luz Parot; la sombra de mis amigas chilenas, mis derrotas y victorias de allá, ese extraño baile de todo y nada del que no podía arrancar. Un Chile omnipresente, inevitable patria que no suelta ni siquiera al que se exilia en broma, ese que puede volver en cualquier momento, el que se va solo por un rato y se ha quedado atado a su meollo más gris, a la esencia más fatal del país: Pinochet, siempre Pinochet, tan fatal que hasta él mismo no pudo escapar.